La nutrición condiciona nuestra salud a lo largo de toda la vida. Comemos para crecer, para desarrollar nuestro cerebro, para fortalecer nuestros huesos, regenerar nuestras heridas, luchar contra las enfermedades, pensar, correr, jugar, reír, bailar y disfrutar de la sexualidad, para parir y criar, y para envejecer en las mejores condiciones posibles.
Nuestra historia nutricional empieza incluso antes de que el embrión recién formado se implante en el útero materno y comience a absorber nutrientes de su madre. El déficit nutricional preconcepcional en la madre en ácido fólico está relacionado con un incremento del riesgo de patologías neurológicas severas, como la espina bífida, o cardíacas, como la comunicación interventricular en los futuros hijos.
Durante la gestación, los embriones y los fetos segregan distintas hormonas para asegurarse un flujo constante de nutrientes desde el torrente sanguíneo de su madre, a pesar de que la dieta de ella pueda tener carencias; simplemente, suele vaciar los depósitos maternos, con lo que en muchas gestaciones se hacen evidentes problemas nutricionales latentes. Si la situación carencial persiste durante la gestación, y los depósitos se agotan, la patología puede llegar a afectar al feto más adelante, disminuyendo el crecimiento intrauterino y comprometiendo su desarrollo.
Tras el parto, el calostro materno supone el mejor alimento posible para inaugurar el sistema digestivo del bebé. Nada es comparable a este producto diseñado a lo largo de cientos de miles de generaciones de humanos, y que ha permitido a tantos niños a través de milenios sobrevivir al duro período que sigue tras el parto. La lactancia materna es el único alimento que permitirá al bebé alcanzar la totalidad de su potencialidad genética durante los primeros meses de vida, al estar diseñada específicamente para nuestra especie. Cubre plenamente sus requerimientos nutricionales como único alimento hasta los dos meses, y es recomendable mantenerla junto con otros alimentos, si es posible, al menos hasta los dos años de vida. Otros alimentos, como las fórmulas artificiales de leche animal, pueden suplir de manera parcial la leche materna cuando ésta falta. Sin embargo, está documentado que estas alternativas incrementan la morbilidad en el niño que las recibe: un mayor número de infecciones gastrointestinales, respiratorias y de oído, incremento de la frecuencia de alergias y asma, mayor frecuencia de obesidad, menor cociente intelectual, más riesgo de diabetes, el doble de riesgo de muerte súbita del lactante en el primer año, o incluso se ha postulado un mayor riesgo de tumores infantiles como la leucemia y los neuroblastomas, entre otros.
Cada vez más estudios relacionan la alimentación durante la infancia y la adolescencia con el concepto de programación metabólica: la alimentación de nuestros hijos favorece la expresión de determinados genes que podrían influir en aspectos futuros como la masa ósea, o las cifras de colesterol. La infancia, además, es una etapa especialmente sensible a los efectos nocivos de los tóxicos y contaminantes alimentarios.
El rápido período de crecimiento favorece la incorporación y depósito de algunos de ellos, como los metales pesados, en los tejidos en desarrollo, o la formación de tejidos defectuosos, como una deficiente ramificación neuronal debido a la exposición prolongada al alcohol. No sólo tenemos que buscar para nuestros hijos una alimentación sana, sino unos alimentos con las mejores condiciones de seguridad posibles.
En el adulto y la persona mayor, la dieta será, junto con los hábitos saludables, lo mejor que podremos hacer para asegurarnos una buena vejez. La hiponutrición, el principal problema alimentario del mundo, acaba en esta edad con los escasos supervivientes que no sucumbieron en los primeros años de la vida. En los países enriquecidos el problema está en el otro polo: la malnutrición por desequilibrio dietético (elevadas dosis de carbohidratos de absorción rápida, grasas, proteínas animales y sal, junto con dietas pobres en vegetales, frutas y verduras). En ningún momento de la vida podemos abandonar la alimentación equilibrada, puesto que los micronutrientes y muchas de las vitaminas no se acumulan en cantidad suficiente en el organismo, y deben seguir consumiéndose con regularidad.
Sin caer en el simplismo de convertir nuestra alimentación en la única responsable de nuestra salud, sería negligente olvidar que de todos los factores que influyen en ella (genética, ambiente, infecciones…), los únicos que dependen exclusivamente de nosotros son la dieta y los hábitos de vida. No hay árbol tan torcido que no pueda lanzar sus nuevos brotes: nunca es demasiado para empezar, ni demasiado tarde para retomar el camino hacia la mejor salud posible.
Teodoro Martínez Arán
Médico, especialista en pediatría