El péndulo de la historia marca el inicio de una contrarreforma de las políticas liberales que en los últimos años han prevalecido en el solar europeo, favorecidas por una crisis económica que ha servido de excusa no solo para desalojar a los gabinetes socialistas de donde gobernaban, sino también como ariete para introducir las medidas privatizadoras que promovían los mercados, tendentes al desmantelamiento del Estado de Bienestar, al que se presentaban como causa de todo despilfarro y gasto insostenible.
La machacona acusación de esa derecha “liberal” sobre la existencia de unos déficits inasumibles y de la necesidad imperiosa de proceder a “ajustes” con los que conseguir la debida “austeridad” en las cuentas públicas, había calado entre los ciudadanos hasta el extremo de confiar en gobiernos conservadores la solución prometida a una “crisis” que, curiosamente, sólo afecta a las capas más vulnerables de la población, a las que se les exigen reiterados “sacrificios” que la empobrecen considerablemente y la despojan de servicios públicos y derechos por los que muchas generaciones, tras la II Guerra Mundial, habían luchado.
Y aunque había voces que denunciaron el error y la injusticia de “equilibrar” la contabilidad nacional procediendo sólo a la reducción de las partidas de gasto -que afectan especialmente a los más débiles- pero reservando ingentes ayudas públicas para sectores que contribuyeron a la generación de la crisis por avaricia especulativa, como fueron los bancos, los gobiernos siguieron empeñados en aplicar las políticas de “austeridad” a cualquier precio, razón por la que empiezan a sufrir el desgaste en la confianza de unos ciudadanos que, a pesar de tantos sacrificios, no acaban de sentir las bondades de un cinturón tan apretado.
Acongojados por una crisis que ha paralizado la actividad económica de países enteros y ha destruido empleo a mayor velocidad que cualquier catástrofe natural o guerra, los votantes sustituyeron gobiernos y buscaron refugio en los adalides del capitalismo más rancio y voraz, aquel que es reacio a toda regulación que condicione su actividad y aspira a reemplazar los servicios públicos por ofertas del mercado. Y aunque tal “liberalización” supusiera pagar por una educación y una sanidad privadas, por ejemplo, ello parecía de todo punto conveniente para demostrar a los “mercados” nuestra sumisión a sus dictados y el merecimiento de su confianza, cosa que no se acaba de producir nunca.
Otras políticas parece que, al fin, son atendidas por quienes antes las denostaban, aceptándose ahora que la “austeridad” podría ser compatible con medidas de estímulo al crecimiento y de inversión que fomenten el empleo. Desoyendo sus propias proclamas “reformistas”, los mismos “liberales” se ven obligados a subir impuestos para aumentar los ingresos del Estado y diseñar programas de actuación que favorezcan a quienes sólo disponen del trabajo como actividad productiva. Y ejemplos como el de Islandia, que no permitió el socorro con dinero público a los bancos y que sometió a juicio a los responsables de una crisis tan predecible como impune, suponen serios avisos de que la contrarreforma a los dictados del mercado ha nacido en Europa.
Eso es precisamente lo que representa el triunfo del socialista FranÁ§ois Hollande en Francia, al arrebatar la Presidenciade la República al portavoz bicéfalo, junto a la alemana Angela Merkel, de la “austeridad” estatal en el continente. Hollande expresa el hartazgo de quienes sufren los efectos nocivos de tantos “recortes” y tantas “reformas”, que jamás sirvieron para refundar el capitalismo, pero consiguieron empobrecer aún más a los empobrecidos de la sociedad, al plantear la “reorientación de Europa hacia el crecimiento y el empleo” y proclamar que “la austeridad no puede ser una condena” que castiga sólo a los débiles.
La ola conservadora que barrió Europa hace unos años comienza a diluirse entre las grietas de la desigualdad y la injusticia social que provoca. El rigor en las políticas fiscales y económicas, impuestas desde Bruselas cual dogmas de fe conlleva a ensanchar la brecha entre ricos y pobres y, por consiguiente, al descontento de la mayoría social, ese trozo inmenso de la población que sólo depende de su trabajo y sueldo para vivir, pero que vota. Es así como un nuevo “Mayo francés” vuelve a surgir como proyecto de izquierdas en todo el continente europeo, como esperanza de que otra política progresista, basada en el crecimiento y el empleo, es posible, sin renunciar a los derechos sociales y los servicios públicos. Tamaño rechazo al “evangelio” liberal que venía predicándose tan homogéneamente hasta ahora no será, sin embargo, en esta ocasión ridiculizado por aquellos que, aquí en España, no dudaron en insultar a los andaluces por preferir un gobierno de izquierdas a uno de derechas representado por el Partido Popular, cuyo líder regional, Javier Arenas, todavía es incapaz de ocultar su disgusto por el resultado electoral, de tan seguro como tenía su triunfo.
Parece, pues, que, como antes en Andalucía y ahora en Francia, se ha iniciado la contrarreforma al “liberalismo” reinante en Europa y el giro hacia un discurso menos mercantil y más social en las políticas económicas frente a la crisis está tomando cuerpo. Ya era hora.