En 1947 se aprobaba en España, después de someterse a referéndum, la Ley de Sucesión, que conseguía algo inédito hasta entonces en la historia de derecho político: definir un Estado como Reino, sin que tenga -ni piense tener a corto plazo- rey. La alternativa obligaba: si no se es reino, se es república, sinónimo, para los dirigentes del Régimen, de desorden y ruptura. Carrero, que es el gran promotor de esta idea, lo explica con profusión en los informes que enviaba a Franco y que recoge su colaborador López-Rodó en su obra La larga marcha hacia la Monarquía. Para Carrero esa Monarquía era -lo repite siempre- la Monarquía “tradicional y católica” (no la “tradicionalista” de los carlistas, que era otra cosa), ya que Monarquía liberal, para Carrero y Franco, es la antesala del parlamentarismo y, a corto plazo, del comunismo. La persona elegida para ser titular de esta sucesión era, no como hubiera sido, en un orden natural sucesorio, D. Juan de Borbón, sino su hijo D. Juan Carlos. ¿Qué proceso se desarrolla en la reservada mente de Franco para que se produzca esta elección? Á‰sta es una cuestión que algunos historiadores siguen debatiendo. El hecho documentado es que D. Juan, como su padre Alfonso XIII, se identifica claramente con el Alzamiento y apoya al bando nacional; pero, a partir del llamado manifiesto de Lausana (1945) D. Juan plantea un proyecto político para España que supone una democracia liberal (otro misterio para mí que es que mentes tan alejadas del liberalismo como las de Vega Latapie, Pemán o Sainz Rodríguez, pudieran inspirarle este manifiesto). Después de estas vicisitudes históricas, con un procedimiento poco habitual, D. Juan Carlos se ve proclamado Rey. Desde el punto de vista legal, como Jefe del Estado, hereda todo el poder de Franco. Las leyes fundamentales siguen plenamente vigentes después del 20 de noviembre de 1975. Lo único que cambia la Ley de 1947 es al titular de la magistratura máxima del Estado, pero nada de su estructura ni funcionamiento absolutamente personalizado en la Jefatura del Estado que acumula prácticamente todos los poderes.
A partir de ahí, hay una clara voluntad de la Corona por llevar a España a otro tipo de régimen. Confluyen aquí varios condicionantes. Primero, la misma lógica de las cosas y la madurez de la sociedad española; luego, el apoyo internacional y, además, la voluntad de un sector mayoritario del Régimen que ve el cambio como lógico y deseable. A ello hay que añadir, la contestación interior y la acción de la oposición. Se produce, así, la Ley de Reforma Política (cuyo inspirador principal es un hombre cercano al Rey, Torcuato Fernández Miranda) y el consiguiente proceso que culmina en la Constitución de 1978, dirigido por Adolfo Suárez, presidente, antes de serlo por elección democrática, por designación directa y personal de D. Juan Carlos.
Todos estos hechos sobradamente conocidos nos recuerdan la vinculación directa, en su origen, de nuestro sistema democrático con la Corona. Una Corona -no lo olvidemos- que acumula en momento dado unos poderes -los de Franco- casi ilimitados, que para sí hubieran querido los reyes del Ancien Régime y que se despojó de ellos voluntariamente porque consideraba que era lo que le convenía a España. Luego, tres años más tarde, la Constitución de 1978 legitima a la Corona y le da cobertura legal; pero este hecho es posterior. Desde un punto de vista jurídico-formal y diríamos que cronológico la democracia deriva de la Corona y no al contrario.
Una vez aprobada la Constitución y fijadas las funciones del Rey, hay que decir que éste las ha cumplido escrupulosamente, sirviendo de aglutinante a un país que tiene tantas tentaciones centrífugas y representando la continuidad de la historia de España, además de proyectando nuestra imagen en el exterior, especialmente en la comunidad hispanoamericana. La Corona representa en España un ser nacional, que es legado histórico y proyección de futuro. En otras naciones, estos valores tienen un carácter más abstracto y se solidifican en los signos (bandera, himno), en creencias (patriotismo, actitud de sacrificio, orgullo por el patrimonio común). En España todo esto se personaliza en el Monarca y la institución. Aquilino Duque ha escrito con agudeza: “Un presidente de la república es una abstracción y un rey es una metáfora”. ¿Puede en España pasarse de la concreción a la abstracción sin trauma, sin violentar nuestra tradición histórica?
Usando la distinción orsiana, no tiremos por la borda, a causa de anécdotas de revistas del corazón o por debilidades humanas (que no son irreversibles, porque la ley está para aclararlas y, en su caso, corregirlas), la categoría de un patrimonio histórico tan valioso.