La corrupción es atractiva y aparece en cuanto no se controla. De esta manera, se deben articular mecanismos para tratar de impedir el surgimiento de cualquier corrupción. ¿Por qué fue habitual la corrupción en la América Latina de los años 80?, ¿cuáles son los motivos de la alta corrupción de algunos países africanos? La respuesta, a ambas preguntas, considerando que mediaban más factores de ámbito regional, reside en la total debilidad de los mecanismos que en esos Estados debían atajar la corrupción. En España, obviamente, el problema es similar.
En el campo de la corrupción política las soluciones no deben ser exclusivamente judiciales o penales, ya que éstas se mueven en un ámbito de actuación a posteriori, cuando lo más adecuado es actuar a priori. Entonces, a tenor de lo planteado, ya es posible plantear qué es lo que falla en España. Es cierto que en este país mediterráneo predomina la cultura de la picaresca y ésta juega su papel, pero no se deben buscar las causas principales de la corrupción en factores culturales. Para entender el alcance de este fenómeno en España, se debe estudiar sobre todo el diseño institucional del Estado.
En la clasificación que ideó David Eatson, el sistema político español se considera un sistema de retroalimentación. Esto quiere decir que las demandas son trasladadas de la sociedad al sistema mediante el proceso correspondiente, para que de esta manera el sistema pueda articular las respuestas oportunas. Pero, tal y como nos recuerda García – Trevijano, esto solo funciona si el sistema ofrece varias alternativas reales de poder. No obstante, en España, las opciones se reducen, en la práctica, a dos partidos, por lo que si la corrupción ya habita en estas formaciones ésta no va sino a aumentar.
Por otra parte, el régimen político español potencia, casi de un modo enfermizo, la representación política, marginando así los mecanismos de participación popular. De hecho, las únicas fórmulas que cuentan con la ciudadanía son el referéndum (normalmente no vinculante y teniendo vetadas las materias reservadas a ley orgánica) y la famosa ILP (Iniciativa Legislativa Popular). Este aspecto favorece la corrupción política en un doble sentido. En primer lugar, este sistema parece diseñado para desvincular la política de la gente, lo eso genera unos altos niveles de apatía política en la ciudadanía, de modo que ésta relaja su vigilancia sobre la élite gobernante.
El segundo problema, del aspecto anteriormente citado, radica en que la ciudadanía no puede ejercer de contrapeso. Así pues, su única capacidad para “juzgar” a los políticos se ve reducida al procedimiento electoral, el cual no cumple adecuadamente la función de control debido a la falta de alternativas antes mencionada. En vez de eso, si el presidente del Gobierno, a mitad de su mandato, pudiera someterse a un referéndum revocatorio, éste daría cuenta exacta de la opinión de la ciudadanía en torno a su gestión, porque no entrarían en liza, al menos no directamente, cuestiones correspondientes a otros partidos. Sin embargo, esto no es posible hacerlo en España porque, entre otras razones, no se utiliza la figura del mandato sino la representación política pura y dura.
Otro aspecto que conviene tener en cuenta es el monopolio de poder que ejercen los partidos políticos. Más allá de lo abiertamente conocido, no hay que olvidar que estas organizaciones tienen consejeros en las cajas de ahorro y delegados (creo ser preciso al llamarlos así) en órganos judiciales. Eso les dota de una capacidad enorme de influir en prácticamente todas las parcelas del Estado, lo que les convierte en un blanco muy suculento para que las empresas intenten corromper a sus miembros. Asimismo, tampoco hay que olvidar las cantidades de dinero público que manejan algunas personas que, sin ocupar ningún cargo público, pertenecen a estos partidos. Demasiadas tentaciones y pocos frenos.
Todo ello ha configurado un escenario en el que los políticos no se han visto obligados a dimitir, y su moral tampoco les ha sugerido esa opción. Se ha conformado, por tanto, una dinámica en la que los políticos españoles se niegan a dimitir y el pueblo no puede exigírselo. En cambio, hay países en los que esta dinámica es distinta, como por ejemplo Alemania, en donde Gerhard Stoltenberg, que era ministro de defensa, dimitió en su día porque su gobierno vendió armas a Turquía y éstas fueron empleadas para masacrar a los kurdos. Esto era algo que Stoltenberg no podía prever, pero su ética política (quiero pensar) le indicó que debía abandonar su cargo. Esto en España es, sencillamente, impensable.