Este es el lamento de alguien que sigue aferrado a un modelo caduco: el antiguo periodismo de rotativas, papel y tinta. Sabedor de poseer gustos obsoletos, el nostálgico no deja de otear un horizonte que no hace más que confirmar sus sospechas: la prensa está en crisis. Siempre lo ha estado, salvo períodos de inaudito esplendor, pero esta vez parece definitivamente mortal, mortal para aquel modelo añorado. No para el periodismo que sepa evolucionar.
Anterior a esta crisis financiera que afecta a todos los sectores de la economía, ya existía –o al menos se barruntaba- la crisis de la prensa, la que afecta a una manera de entender el periodismo. No se trata sólo de una transformación provocada por la sustitución del soporte papel (periódicos y revistas, también los libros), ineludible a la vista de cualquier profano por culpa de la revolución tecnológica digital y la implantación global de internet, sino además de la manera de entender el ejercicio del periodismo y el producto informativo por parte de los propios profesionales y por los consumidores.
Estamos asistiendo al nacimiento de un fenómeno nuevo que, en parte, se parece al antiguo periodismo de novedades de interés público y, de otra, al intercambio comunicacional entre particulares, en el que se diluyen las arcaicas fronteras entre lo público y lo privado, sin depender siquiera de una pauta temporal, como era definitorio del periodismo clásico.
Las nuevas tecnologías nos han hecho cambiar nuestras costumbres y han forzado la adaptación de la actividad informativa a los hábitos imperantes, provocando nuevos modelos empresariales y nuevas formas de consumo. Para empezar, el periódico moderno ya ni siquiera es periódico. De acceder a la información a intervalos regulares (diarios, semanales o mensuales), hemos pasado a estar conectados a una fuente on line de información continua. Tampoco depositamos aquellas fidelidades lectoras en las firmas de prestigio que orientaban nuestra opinión con explicaciones, valoraciones e interpretaciones de hechos (datos o acontecimientos) de los que teníamos conocimiento precisamente gracias a los medios de comunicación. Cada vez es más rara la costumbre de comprar a primera hora de la mañana un periódico para saber cómo marcha el mundo, nuestro país y hasta nuestro pueblo porque, hoy, nos basta con hacer un “clic” de ratón para tener acceso a esa información e incluso para consultar cuántos términos –políticos, sociales, económicos, científicos, religiosos, culturales y deportivos, etc.- Internet nos pueda brindar a través de miles de entradas.
Este medio por el que me lee, por ejemplo, le ofrece la información suficiente e instantánea que pueda interesarle, evitándole la necesidad de acudir a un quiosco para adquirir un producto en papel que mancha, cuesta dinero y no puede renovar sus noticias hasta el día siguiente con lo sucedido ayer. Frente al periódico antiguo, la alternativa digital sale gratis (de momento), puede incorporar la noticia de cualquier asunto relevante desde el preciso instante en que se produzca o se conozca, enlazar con asuntos y fuentes actuales, es limpio, no mancha y se utiliza desde la comodidad del hogar, sin tener que salir a comprarlo. ¿Esas son las únicas diferencias?
Aparentemente, es más democrático. Además de instantánea y gratis, la prensa electrónica permite una mayor participación de los usuarios, no sólo con comentarios y opiniones, sino también mediante la propuesta de temas, enfoques, estilos y hasta la selección y jerarquización de las noticias que gustaría recibir, comunicándolo directamente al medio y a los propios redactores. Atender esta demanda conlleva la disgregación y fragmentación de la audiencia a tenor del gusto de pequeños y múltiples grupos de interés. Tal vez por ello exista hoy en día tanta oferta de periodismo electrónico como lectores constituyen el mercado. Es la consecuencia de la estructura del mercado que impone la tecnología digital al posibilitar que cada lector configure su propia manera de consumir información. Sin embargo, esa máxima democratización va en detrimento del interés general al que debían servir los medios, cuyos índices de difusión en prensa escrita caen de forma imparable para ser sustituidos por los ordenadores, los teléfonos móviles, las tabletas y demás recursos de lectura digital, etc.
Lo grave, en cualquier caso, no es esta transición de un soporte a otro, del papel a lo digital, sino la diversificación del producto informativo para satisfacer a una demanda atomizada. Una disgregación del mercado que hace disminuir la audiencia de cada medio hasta extremos difícilmente rentables. Y para combatirla, la industria periodística acude a las recetas canónicas de contención del gasto, despidiendo periodistas, recortando recursos y, lo más indeseado, mostrando sumisión a la demanda del público, olvidando su viejo objetivo de encarnar la opinión pública en defensa del interés general, y decantándose hacia la espectacularización de unos contenidos que ya no hacen ascos ni al rumor ni a la banalidad de los hechos.
Para quien todavía tiene que imprimir en papel lo que desea leer con detenimiento, resulta lamentable una crisis de la prensa que deriva hacia un deterioro tal en la calidad y la credibilidad de los periódicos. Entre otros motivos, además del fetichista como objeto físico, por comulgar con la función de los mismos que exponía el gran Mariano José de Larra: “…el periódico es el gran archivo de los conocimientos humanos, y que si hay algún medio en este siglo de ser ignorante, es no leer un periódico”.
No obstante, la alternativa es factible y está en manos de los periodistas que no se dejan atrapar por esta dinámica de “emborronadores de la verdad”, como la define Lluís Bassets en su libro “El último que apague la luz”: pasa por rescatar el valor de los contenidos de calidad, esos que surgen de las informaciones bien contrastadas y mejor narradas. ¿Se estará aún a tiempo?