El Tercer Mundo ha sufrido enormemente para aplicar una ortodoxia que los ricos se saltan ahora, escribe en El País nuestro buen amigo, Abdeslam Baraka, que fue ministro marroquí de Relaciones con el Parlamento y Embajador en España.
Al igual que el resto de la gente, trato de comprender lo que está pasando y lo que queda por venir. La única certeza que se vislumbra en toda esta confusión es que la crisis financiera y económica no tendrá los mismos efectos sobre ricos y pobres y que las reglas del juego las dictan y las cambian a su antojo los poderosos.
Hace al menos dos décadas que el FMI y el Banco Mundial van impartiendo clases y dictando reglas de conducta a los países del Tercer Mundo para que saneen sus economías y estructuren sus finanzas. Vimos cómo se les exigía deshacerse de las empresas estatales rentables en el marco del famoso proceso de privatización. Y, para apreciar mejor el manjar, llegaron también las conminaciones sobre comercio internacional, con la abolición de fronteras para los productos manufacturados y los capitales extranjeros, y la armonización de las legislaciones laborales y de inversión en función de las pautas de los países ricos.
Es necesario recordar la convulsión que, para las poblaciones de esos países, supone soportar las famosas reformas estructurales que apuntaban a menos Estado y mayor «competitividad». Muchos gobiernos se tambalearon y otros fueron arrasados por la ira de manifestantes desesperados, aunque el nuevo sistema siguió su camino, imperturbable, decidido a dejar en la vereda a los débiles.
Para colmo, se cerraron las fronteras de los paraísos occidentales a los productos agrícolas de los países pobres y se empezó a criminalizar la inmigración de las víctimas del sistema.
Lo que no se podía imaginar es que cuando los Estados del Tercer Mundo empezaban a tapar las brechas y a curar las heridas sociales, habiendo asumido que los Estados no deben interferir en la economía ni asistir a las empresas y personas, se hayan visto sorprendidos por los remedios recetados por los poderosos para atajar la crisis actual.
Las medidas que deberán asumir ahora los políticos y los gobiernos se resumen en volver a las nacionalizaciones, recurrir al producto de los impuestos para verterlos en las cajas sin fondo de las instituciones financieras, otorgar la garantía del Estado a los depósitos bancarios y optar por el endeudamiento exterior y el déficit presupuestario para implicar mejor a las futuras generaciones en asumir nuestras torpezas. Todo un escándalo.
Hay que imaginarse la amargura con la que se percibe este proceso desde Rabat, Brasilia o Yakarta. En un pasado muy reciente, cuando con medidas similares podían pretender relanzar sus economías y recortar distancias, se les encendía el semáforo rojo; ahora, cuando empezaban a lidiar con el mercado internacional y a sentirse aguerridos, se cambian las reglas de juego y se les deja indefensos. Cuando el banco central de Marruecos sube los tipos de interés en medio punto para yugular la inflación, Trichet, que no ha cesado de defender la misma política, sucumbe al pánico y, junto con los principales bancos centrales del mundo, baja los tipos medio punto. Definitivamente, los países emergentes y en desarrollo deben prepararse para padecer su propia crisis.
Una de las principales consecuencias de la hecatombe financiera actual es la desecación del crédito. Sea a nivel de individuos o de Estados, el efecto se anuncia devastador. Ahora bien, el que no tenga necesidad de recurrir al crédito, por tener medios para aguantar la racha, podrá esperar mejores tiempos y hasta beneficiarse. En otros términos, es el momento para los ricos de hacerse más ricos y el momento para los pobres de asumir plenamente su condición y dejar de fingir, como llevaban haciendo algunos recurriendo a los créditos al consumo y a las hipotecas.
Países como Marruecos, cuyo sistema financiero no está contaminado, tendrán que afrontar pronto la escasez de inversión exterior, la desaceleración del flujo turístico y la disminución de la actividad exportadora en general. Se trata de miles de trabajadores en situación de riesgo. Pero la cobertura social no es la misma que en los países desarrollados y tampoco lo es la capacidad intrínseca de autofinanciarse durante un largo periodo de tiempo. Lo que había que privatizar ya se ha privatizado; lo que había que conceder al sector privado a nivel de servicios públicos ya se ha concedido, y, consecuentemente, las posibilidades extraordinarias de financiación se agotan. Marruecos deberá optar, pues, por sus propias soluciones y apoyarse en su mercado interno.
Y me pregunto, ¿qué latitud tendría un país emergente en tomar medidas de protección e imaginar soluciones propias sin levantar protestas institucionales, ya que las reglas de la globalización siguen vigentes, al menos en teoría? Las propias palabras de Paulson, secretario del Tesoro, pronunciadas en el Congreso de Estados Unidosal presentar su plan de rescate, inducen a temor. Decía: “Si no se aprueba, que Dios nos ayude”. Ahora que está aprobado, parece insuficiente a todas luces. Así, digo yo, que Dios nos encuentre confesados.