Disonancias, 8.
Por primera vez desde que el mundo es historia, la humanidad se enfrenta a un problema global. Durante los siglos pasados, incluido el XX, las crisis eran sectoriales, regionales, locales o como quieran denominarse. Se solucionaban mediante acuerdos entre las partes implicadas, que en ocasiones incluían el sometimiento de los más débiles y que en muchos casos derivaban lamentablemente en enfrentamientos bélicos. A lo largo del tiempo se ha ido comprobando la caducidad de las soluciones aplicadas.
Remontándonos tan sólo al siglo pasado, quedó clara la ineficacia del sistema comunista porque obviaba algunos datos insoslayables de la naturaleza humana, como la ambición innata en muchísima gente y la aspiración generalizada a la propiedad privada de los bienes materiales y a la libertad de expresión. La caída del muro de Berlín y la disolución del telón de acero fueron la puntilla que descartó esa filosofía política y económica, por más que se mantenga obstinadamente en pequeños enclaves como Corea del Norte o Cuba, ya que el caso de China es una mixtificación de difícil encaje dentro de los esquemas de la lógica atistotélica.
Lo que ahora está en crisis definitiva, en bancarrota irremediable, es el sistema capitalista y neoliberal que pretendió convertirse en la panacea universal hace algo más de dos décadas, tras el final de la Guerra Fría. Sin embargo, a la vista está la ineficacia del sistema, su insustancialidad conceptual, su incapacidad operativa, sus resultados catastróficos. A pesar de que se excluyen del momento crítico ciertos países llamados emergentes, o cuya economía se denomina así –es el caso de China, India, Brasil…– la crisis afecta a todo el planeta. Son diversos los tentáculos, pero el pulpo es el mismo, valga la comparación, con disculpas para los cefalópodos.
A partir de ahora no sirven las soluciones parciales, ni las recetas eventuales para remediar un problema coyuntural. La enfermedad es total, afecta al sistema por completo, a la concepción de la vida humana, a sus objetivos globales e incluso a la proyección individual de cada uno de los sujetos que conformamos la especie. No se trata de una visión apocalíptica, porque en ningún momento considero que el desastre sea inevitable. Lo que sí pienso es que los parches que se están proponiendo desde las diversas instituciones políticas y económicas que rigen nuestro mundo son completamente anticuados e inútiles, y por ello perjudiciales. A problemas nuevos hay que buscar soluciones nuevas y no se está haciendo eso.
Se han acuñado una serie de términos de carácter técnico-financiero que, para gran parte de la gente, resultan casi incomprensibles y no resuelven las dudas que se agigantan cada día en la mente de las personas atentas. Esa jerga para iniciados parece a veces una cortina de humo que oculta la verdadera gravedad de la situación. Pero más allá de las palabras y de los términos iniciáticos, los problemas persisten.
Se dice que algunos países comienzan a levantar el vuelo, pero ya ninguna noticia es del todo creíble, porque está comprobado que la información vive mediatizada por los grandes intereses que movilizan o paralizan los recursos disponibles según el designio misterioso de la clase dominante. La clase dominante no es la clase gobernante, en muchos casos formada por simples corifeos, y hasta marionetas, de los poderes fácticos con rostro desconocido.
En el siglo XIX se conocía a los caciques por sus nombres y apellidos, se sabía la dirección de su finca o de su palacio, podían seguirse sus pasos y hasta aplicárseles un ajusticiamiento por iniciativa personal, fórmula siempre reprobable, por supuesto. Pero hoy se trata de grandes corporaciones cuyos responsables se parapetan en procelosos consejos de administración, en testaferros y hombres de paja que usan diferentes estrategias para escapar del acoso. Pero no son entidades anónimas, sino sujetos de carne y hueso con el espíritu corrompido por la ambición, por la locura del poder, por el veneno de la codicia.
Alguien puede pensar que si ellos cambian, todo cambiará. No. O todos cambiamos, o no hay cambio. Cada persona tiene una responsabilidad a su escala, en su situación, en su estrato social y económico. Todos parecemos estar esperando una consigna que proceda de arriba, un signo luminoso que abra nuevos caminos. No es probable que aparezca. En el panorama internacional no se vislumbra ninguna señal nueva y esperanzadora. Ese es el reto. El de todos como sociedad y el de cada uno de nosotros como individuos.