El reduccionismo a los mecanismos fisiológicos, o sea, toda la tirada de hormonas que cruzan el torrente sanguíneo, más la suerte de riada de proteínas, citoquinas e inmunoglobulinas, para explicar el éxito de las dietas, puede llevar a ‘malos entendidos entre los menos entendidos’.
Cuando queremos explicar la sensación de hambre, los antojos de final de la tarde, o ese inevitable postre dulce… se suele considerar como algo ya predestinado e invariable, un deseo que no viene de nosotros, sino de una mecánica con cientos y miles de engranajes los cuales permanecen de algún modo alejados de nuestro control. Esto, como propondré a continuación, es un error, es el abismo reduccionista.
Lo primero es que toda sensación, emoción, etc. constituye un complejo fenómeno de naturaleza psíquica. Ahora bien, no es menos cierto que, por supuesto, se contrae a través de un correlato físico o psicofisiológico. Sin embargo, los desencadenantes (aquello que suscita la emoción o sensación) son modificables o, en analogía a la informática, programables.
Observemos un común ejemplo: oímos hablar de comida o bien percibimos el olor, o simplemente la vemos en algún folleto publicitario o en la televisión, y rápidamente notificamos una sensación más o menos leve de hambre. En especial, esto sucede cuando estamos cerca de las horas habituales de comer. Es un claro y evidente caso de estímulo-respuesta. Esto, por supuesto, conlleva la activación desde la recepción sensorial de muchos mecanismos pero, sin embargo, el botón de los mismos no es interno o ajeno al mundo, más bien es un automatismo programado respecto al exterior.
Por otro lado, hemos de ver un poco que todo este tipo de sensaciones, casi todas, por no decir todas, son controlables, desde la exaltación y potenciación hasta convertirse en una tentación irresistible hasta, el extremo opuesto, donde la sensación el literalmente suprimida al completo, sin huella.
Hay quién, proponiéndoselo, y por la razón que sea, puede estoicamente aguantar un día sin comer, e incluso más. Por tanto, dada la subjetividad de todas las sensaciones, es cierto, hay dietas que promueven o facilitan mayor adherencia a las mismas, más fácil cumplimiento; y otras complican la existencia hasta incomodar el sueño. Pero, no obstante, el tema es: lo que nos hace sentir mal o bien somos nosotros, no es responsabilidad de ningún ente externo. La misma creencia de que dependemos, de que no podemos variar las pulsiones básicas del organismo, constituye el arma más poderosa en nuestra contra de contraataque para conseguir nuestros objetivos.
Si E (estímulo e incentivo) es expuesto (lo vemos, olemos, percibimos) en un momento, justamente algo antes de la hora de comer, y, supongamos que en concreto E es una pizza, cuando vayamos a comer sucederá la casualidad de tener ganas de tomar una pizza. Si nosotros hacemos caso a los dictados del organismo, es decir, nos preparamos una pizza (R: respuesta), como nos agrada el gusto y nos sacia, obtendremos la recompensa o refuerzo. Si resulta que no nos gusta, obtendremos también un refuerzo, aunque negativo, y no obstante, afirmador del proceso.
¿Qué hacer? Los refuerzos reafirman, confirman y como dice la propia palabra, refuerzan el mecanismo psicológico/fisiológico que promueve el apetito y lo consuma posteriormente. También, como he anotado, los refuerzos negativos, por ejemplo: comemos la pizza pero estamos a régimen y nos sentimos mal. Ese refuerzo no evita que a la próxima vez dejemos de caer porque nos hayamos sentido mal ¡qué va! al contrario, una suerte de masoquismo rebelde nos apremia a repetir caer en la tentación y no librarnos del mal.
La solución correcta o sea, la respuesta más adecuada es la omisión. Esto es, evitar consumar la conducta que nos lleva a satisfacer esos indecentes (puestos que estamos a dieta) deseos. Pero, como es consabido, el cuerpo no reaccionará parando el lloriqueo, ni de lejos. Por lo común, suele acrecentarlo dando, de vez en cuando, alguna que otra tregua caballerosa. La omisión no es suficiente. En absoluto. Se ha de complementar con la reorientación de la conducta. Empleemos la lógica, si tenemos ganas de pizza, por ende, de comer, y además en la hora adecuada de comer, no vamos a dejar de comer (pues el mal sentimiento y las quejas de nuestro estómago irán in crecendo y reforzarán negativamente) sino que reorientaremos nuestra conducta de comer hacia algo que sea, cualquier cosa, menos pizza.
«¡Wau! ¡Qué buena pinta tiene la pizza! En media hora ya es la hora del almuerzo. Tengo muchísimas ganas de tomar una pizza, ¡ya sé! me prepararé unos filetes de lomo de cerdo con guarnición y un huevo cocido».
La naturalidad con que se acepta, se consiente el pensamiento, no como un pecaminoso intento de sabotaje, sino como algo connatural pero después, a la hora de tomar la decisión, nuestra área de Wernicke nos dirige hacia algo totalmente diferente sin negar lo anterior. Forma un continuum, sin interrupción, no hay «no, esto es por la dieta No puedo consentir violarla»; más bien «la pizza está genial y tengo ganas de ponerme una, me pondré pues mi lomo con ensalada abundante».
La alegría y la no-interrupción del razonamiento con lamento establece con el tiempo nuevas asociaciones: se puede llegar al tiempo a que cuando veamos una pizza nos den ganas de todo menos de pizza, asociemos automáticamente pizza con arroz cocido y tortilla o con los lomos de cerdo susodichos. Propia experiencia de que es posible y las técnicas, simples en este caso, de lo más básico de la psicología de la conducta. Con esto, no es preciso en ningún momento el saber que si la leptina, que los péptidos orexinérgicos o anorexigérgicos, etc. intervienen o no, e informan o no en el hipocampo. Reducir toda una secuencia de acciones a algo tan minúsculo cuando, en el mismo momento, interactúan miles de moléculas, decenas de péptidos en decenas de áreas del cerebro, etc. es pretencioso, cuando menos tomarlo como unívoca explicación de una conducta y de tal suerte: la inevitabilidad de esquivar el obstáculo del deseo.