La llegada del verano desestabiliza demasiados hogares ante el excesivo tiempo libre de los niños y la incapacidad de los padres para organizarlo, compaginarlo con su vida laboral y compartirlo con ellos. La carga de tareas y de actividades extraescolares durante el curso puede hacer desembocar el teórico alivio que supone la llegada de las vacaciones en un problema asociado a la palabra aburrimiento.
Casi sin darnos cuenta, el cambio en las rutinas de ocio de los niños ha convertido a los reyes de la casa en un pozo sin fondo en vacaciones. Cada vez son más reyes y menos niños al saber aprovechar nuestro desconcierto y saciar sus caprichos. Los videojuegos, Internet y la televisión los alejan tanto de un entorno de socialización y de unos hábitos de vida saludables que, sin querer, la improvisación puede contribuir a desarrollar pequeños monstruos a nuestro alrededor capaces de desafiarnos constantemente. Por si fuera poco, las circunstancias familiares, con separaciones por medio, tampoco facilitan la estabilidad emocional de los niños en esta época.
La respuesta a qué hacemos con los hijos con unas vacaciones tan largas solemos encontrarla equivocadamente en otra pregunta: dónde nos vamos de veraneo con ellos. Es tan grave el error que en la actualidad son demasiados los niños responsables de la elección del destino de las vacaciones familiares, dejando que las nuevas tecnologías y algún campamento llenen el resto de su tiempo libre.
Encontrarse a niños que con menos de 10 años han montado multitud de veces en avión, han disfrutado de un crucero, se desplazan a un destino costero cada año, conocen el extranjero y hasta han estado en Disneylandnos da una idea del nivel de satisfacción que tienen pero también de las carencias afectivas que puede acarrear en el futuro.
Afortunadamente no son comparables los tiempos ni las circunstancias, pero la esencia es la misma: la educación de los hijos no conoce vacaciones, es un proceso continuo y a la vez lleno de oportunidades todo el año. La crisis económica, por ejemplo, ha reducido los días de viaje, los gastos y también ha acercado los destinos permitiendo, por ejemplo, volver a descubrir la vida en los pueblos durante las vacaciones, el contacto con la naturaleza, la formación de pandillas y la recuperación de juegos en la calle… El enriquecimiento personal también forma parte de la satisfacción de las necesidades básicas, así que, si pensamos que nuestra obligación como padres sólo es ocuparnos de su bienestar, de alimentarlos, vestirlos, acompañarlos y que, especialmente en verano, jugar sólo es cosa suya fomentaremos sus ansias de consumo pero fallaremos en su formación en valores.
Por eso el debate educativo no puede enfocarse tanto en la duración de las vacaciones como en el aprovechamiento que se puede hacer de ellas en comparación con el resto del año. Con un nivel de la educación reglada en España por debajo de la media de países de la OCDE, según el último informe PISA, la efectividad del sistema parece tener mucho más peso que la duración de las vacaciones. España tiene una duración de las vacaciones veraniegas muy parecida a Suecia, Rumanía, Islandia, Hungría o Finlandia y, sin embargo, los resultados académicos son bien distintos. Está claro que influyen otras variables como el clima, el reparto de los horarios o los festivos que se disfrutan a lo largo del año, pero un país como Estonia echa por tierra cualquier comparativa al tener los mejores resultados educativos con un verano muy largo, pocas horas de clase y pocos días festivos.
En nuestras manos está, por tanto, la solución. No sólo dedicar más tiempo a la comunicación con nuestros hijos en este periodo sino también compartir tareas, alentar su responsabilidad ante un consumo responsable y motivar sus inquietudes a través del esfuerzo para que las vacaciones sean un tiempo de descanso y ocio, pero también de enriquecimiento y de educación. Sólo así podremos evitar en ellos el síndrome de amnesia vacacional derivada de la desorganización en los hábitos de vida y en su tiempo libre.