Muchos padres defienden su pretendido “derecho absoluto” a decidir sobre la “transmisión” de valores morales a sus hijos.
Después de un mes de la desaparición de una adolescente en España, la policía ha implicado al ex novio y a dos de sus amigos por rastros de sangre en su ropa, aunque el cuerpo no aparece. Las confesiones cambiantes y contradictorias muestran una frialdad que, según muchas personas, antes no se veía en los adolescentes.
Pero desde hace algunos años, la crueldad infantil dejó de estar reservada a la ficción de El señor de las moscas. Los menores que ataron a un niño más pequeño a las vías del tren en Reino Unido, los tres adolescentes que quemaron a carcajada limpia a una persona sin hogar en Barcelona; las palizas y humillaciones de niños y niñas fuera de los colegios grabadas con los teléfonos celulares en todo el mundo; la proliferación en Internet de mensajes xenófobos y racistas, las matanzas escolares previamente anunciadas en Estados Unidos, Finlandia, Alemania; las agresiones no sólo ya a los profesores, sino incluso a los propios padres…
Para muchos, se trata de una contradicción, pues esta generación cuenta, en los países ricos, con todas las comodidades posibles. Muchos padres se han desvivido para que sus hijos no sufran, para que tengan todo lo que ellos no pudieron tener. Algo que, planteado así, es infinito. Quizá de ahí vengan tantas exigencias en la ropa y en la comida, la irritabilidad y tan poca resistencia a la frustración de algunos menores.
Por su parte, los niños y jóvenes han tragado todo lo que la ‘tele’ les ha echado encima mientras sus padres trabajaban todo el día: catástrofes, violencia, precariedad laboral (¿para qué estudiar y esforzarme?), la “cultura” del todo vale con tal de ganar. Toda esta incertidumbre se combina con la falta de referentes en un mundo “narcisista y soft” que el sociólogo francés Gilles Lipovesky describe en La era del vacío.
Aún así, muchos padres se quejan de lo mal que está la juventud y defienden su pretendido “derecho absoluto” a decidir sobre la “transmisión” de valores morales a sus hijos, en lugar de reconocer su parte en el fracaso.
Estas posturas debilitan la convivencia en sociedades cada vez más interrelacionadas y plurales. Ponen así el peso de la convivencia y de la formación en valores en los padres de familias, que no tienen –ni pueden tener – todas las respuestas para sus hijos. Tarde o temprano saldrán del cascarón familiar, por muchas comodidades materiales y pocos inconvenientes que en otros ámbitos sí les exigirán: responsabilidad, el cumplimiento de horarios y reglas de convivencia.
De cualquier manera, estas posturas han hecho eco en el partido de la oposición en España y en la Conferencia Episcopal. Juntos, han protagonizado una Cruzada contra la asignatura Educación para la Ciudadanía, con llamamientos a la “objeción de conciencia”. Pero el Tribunal Supremo decidió a favor de la constitucionalidad de la asignatura, considerada por sus detractores como una amenaza a los valores morales y de la familia tradicional.
La oposición aduce también a una supuesta “agenda oculta” de la “izquierda totalitaria” que pretende lavar las conciencias de los ciudadanos. Recurre también a la nostalgia por unos supuestos “mejores tiempos” en los que, al parecer, no existían actos de maldad, la violencia era una excepción, la familia estaba unida y todos eran felices. Por eso insisten en estudiar, analizar, diagnosticar y plantear soluciones para las cuestiones de hoy con las herramientas del ayer.
Sin querer, Manuel de Castro, secretario general de la patronal de los colegios católicos en España, ha defendido la asignatura al distinguir “entre los valores éticos que afectan a la convivencia” y “los que afectan sólo a la persona”. Las cuestiones sobre la configuración familiar, la formación en valores cívicos y de solidaridad, la exposición a la diversidad de personas y la pluralidad de ideas afectan a la persona y a su entorno social. Más que concretar respuestas, Educación para la Ciudadanía pretende ayudar a los jóvenes a preguntar y a que ellos mismos respondan para empezar a ejercer una ciudadanía responsable desde una temprana edad. En eso quizá se pueda distinguir la ética de la moral; ésta se circunscribe a un códigos culturales concretos, mientras que aquélla es universal en su búsqueda y en sus preguntas.
Carlos Miguélez Monroy
Periodista