La última reunión del Consejo Europeo, celebrada en Bruselas hace unos días, me ha dejado un amargo sabor de boca. Mientras Merkel, Hollande, Cameron o Rajoy andaban muy preocupados por saber si su “ipad” había sido violentado por los servicios secretos americanos, los inmigrantes de Lampedusa aguardaban al milagro que nunca ocurriría.
Repugnancia de ser europeo
Tras las dantescas imágenes vividas durante la tragedia de la isla italiana, que acumula cientos de muertos en el haber de la inmigración africana en su desesperado intento por alcanzar las costas europeas o tras la detención y deportación en Francia de Leonarda Dibrani, la estudiante de origen kosovar de 15 años y etnia romaní expulsada con su familia después de ser arrestada por la policía de fronteras en el aparcamiento de un instituto público mientras realizaba una excursión escolar con sus compañeros, algunos esperábamos de los líderes europeos, de nuestros representantes, algún gesto de humanidad, alguna referencia al drama de las personas que tienden su mano, en un intento inútil por recibir de la Europa rica el sentimiento hospitalario que siempre habitó en los pueblos del viejo continente.
Pero no, los presidentes de Estado han considerado oportuno postergar cualquier iniciativa común sobre inmigración hasta después de las elecciones europeas de mayo. No contentos con escurrir el bulto, han eludido pronunciarse bajo ningún aspecto: ni un escueto comunicado, ni una palabra de solidaridad o de aliento. Los pobres, los débiles, los desheredados, pueden esperar hasta mayo: “vuelva usted mañana”, han sentenciado los políticos que han pasado de ser líderes continentales a travestirse como oscuros funcionarios, mamporreros del FMI, a las órdenes de la “american way of life” o del partido de Wall Street.
Europa sella su corazón hacia el drama de los otros y abre sus puertas a la oscuridad del pensamiento nacionalista, excluyente, reforzando el sentimiento integrista de sus fronteras como muralla conceptual infranqueable, cerrando las puertas de acceso a los que sufren o padecen, no ya la persecución política o ideológica, sino la más severa que conlleva el hambre y la necesidad extrema.
Y esto me produce una profunda repugnancia, repugnancia por ser europeo como lo son estos tipos que nos gobiernan, sin alma y sin corazón.