La Iglesia afirma que la vida es un don de Dios y que sólo Á‰l puede disponer de ella. Sin embargo, sin querer negar la premisa mayor, en la que no parece haber consenso, y de ahí el planteamiento de la eutanasia, el problema surge al plantear los efectos de esta afirmación.
Si Dios le regala la vida al hombre, y lo hace con todas sus consecuencias, el hombre se convierte en su legítimo administrador, porque los regalos no se dan a medias, o reservándose una parte de aquello que gratis, generosa y amorosamente se ofrece sin condiciones. Cuando Dios entrega la vida al hombre, lo hace respetando su inviolable responsabilidad, y eso implica que el hombre pueda disponer de ella, incluso a espaldas de Dios.
Me atrevería a decirlo de otra manera: todos pensamos que el bien supremo es la vida y por encima de eso sólo está Dios, pero en realidad eso no es así del todo. Una cosa es vivir y otra existir. La existencia es común a todo ser animal o vegetal, pero la vida exige unos mínimos para poder considerarla como tal.
El requisito fundamental para que podamos hablar de vida humana es el de la libertad, y esto es un bien supremo, por encima de la propia vida. Se puede existir como hombre, pero sólo se puede vivir humanamente y con toda dignidad si se puede ejercer plenamente la libertad. Vivir sin libertad es existir humanamente, pero no es vivir.
Por otro lado, afirmar que la vida es sagrada no implica, desde nuestro razonamiento, que Dios sea su propietario. Es más, en el cristianismo se alienta al hombre a que entregue su vida por amor. Dice San Juan en su Evangelio que «nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos». Es decir, que poder disponer, en libertad, de la propia vida es un derecho y un bien consecuente al regalo que Dios le hace al hombre desde el primer momento de su existencia.
A partir de aquí puedo mostrar mis cartas y afirmar con rotundidad que estoy en contra de toda forma de eutanasia que vaya en contra de la libertad y de la voluntad de la persona enferma. Es más, si su libertad así lo requiere y solicita, la aplicación de métodos extraordinarios que prolonguen su vida sería legítima, porque es un derecho de todo ser humano, aunque algunos puedan pensar que esa no es forma de morir dignamente, aunque sí lo es humanamente, puesto que la libertad está salvaguardada como bien supremo, por encima incluso de la propia vida.
Otra cuestión muy distinta es cuando se aplica el ensañamiento terapéutico en contra incluso de la propia voluntad del enfermo, y por lo tanto desdeñando su libertad.
Al reflexionar sobre la eutanasia es muy difícil no caer en la casuística, en la que podemos encontrar casos muy significativos para argumentar desde una parte o desde otra.
La cuestión aquí, no es la de hacer un alegato en favor o en contra de la eutanasia, sino aclarar los fundamentos que deben sostener esa reflexión. En un tema tan delicado es indispensable no dejarse embaucar por una antropología sesgada o una teología errónea, porque las consecuencias pueden ser nefastas.
No se puede contradecir el principio ético y religioso de que el hombre no pueda disponer libremente de su vida, bien sea por entregarla a favor de otros, o porque no valga la pena seguir viviendo. Cuando ya no es posible vivir dignamente, se debe respetar el derecho a morir dignamente, y ese es un derecho de todo ser humano.
Ciertamente, este derecho no puede ser impuesto a nadie, pero tampoco se le puede prohibir a nadie. A partir de aquí el debate queda abierto, y todos encontraremos razones a favor o en contra de la eutanasia, pero esa ya no es la intención de esta reflexión.