Falta aproximadamente un año para las próximas elecciones generales y el Partido Popular, que siempre ha esgrimido la “herencia recibida” como lastre para justificar sus medidas más impopulares, tiene ya, en el curso de una única legislatura, un insoportable “legado” que no sólo hipotecará al próximo Gobierno que salga de las urnas, sino que pesará como una losa a los actuales gobernantes a la hora de intentar conseguir otra vez el favor y la confianza de los ciudadanos. Nunca antes ningún Gobierno había defraudado tanto las expectativas de la población como lo ha hecho el Ejecutivo de Mariano Rajoy, tras haberse presentado como el valedor de un bienestar y una prosperidad socavados por una fuerte crisis económica, pero que no dudó endosar, prácticamente en exclusiva, al anterior mandatario socialista.
Por eso, puestos a hacer balance de esta legislatura que afronta su recta final, el Gobierno tiene difícil “maquillar” el resultado de lo realizado sin caer en contradicciones o variar de parecer sobre lo que ayer criticaba con extrema dureza. Los tímidos signos de una lenta recuperación, sólo perceptible en las magnitudes macroeconómicas, debida antes a causas favorables exógenas que a las famosas “reformas” estructurales impulsadas por el Gobierno, han sido pronto anotados como frutos de la política gubernamental, no teniendo empacho en presentarlas como mérito de haber transformado España en la “locomotora” de la economía europea, la única que crece mientras las demás apenas mantienen el pulso. Ni una cosa –la crisis- ni otra –la recuperación- son consecuencias exclusivas de un único y sólo agente, por lo que esa tendencia a culpabilizar a los demás de todo lo negativo y arrogarse los méritos de todo lo positivo deja en evidencia una forma de hacer política poco honesta del actual presidente del Gobierno. Eso será un signo patognomónico de su legado.
La corrupción, que afecta al partido en el Gobierno más que a cualquier otro, será con seguridad el motivo de mayor peso para la retirada de esa confianza de los ciudadanos en la política, en general, y en el partido en el Gobierno, en particular, dada la acumulación de escándalos que se han conocido en los últimos tiempos. Desde la trama GÁ¼rtel (con 187 imputados), al caso Bárcenas (financiación ilegal del Partido Popular y condena de prisión a su tesorero general), la operación Púnica (31 detenidos y 250 millones de euros de adjudicaciones a cambio de comisiones) y las tarjetas “Black” de Bankia y antigua Caja Madrid (Blesa, Rato y otros directivos detrajeron 15,5 millones de euros en sobresueldos opacos al fisco), son algunas de las “irregularidades” que se descubren allí donde el Partido Popular gobierna y tiene poder en Administraciones y entidades financieras. A pesar de todas las medidas adoptadas por evitar verse relacionado con estos escándalos antes que para erradicar la corrupción, el Gobierno dejará en herencia una justificada alarma social que se ha instalado entre los ciudadanos y causa su desafección de la política. Faltan explicaciones y actitudes más contundentes de los partidos para combatir una corrupción que corroe al sistema político, empezando por el Partido Popular.
Pero es que este Gobierno, además de la corrupción, dejará también en herencia la manipulación e injerencia en sus relaciones con los demás poderes democráticos, especialmente el Judicial. Aunque ya es conocido el alineamiento ideológico de la persona escogida por el Gobierno para ocupar el puesto de Fiscal General del Estado, tampoco nunca antes se había visto que el seleccionado dimitiera del cargo debido a las presiones insoportables recibidas. No se trata sólo de una cuestión de disparidad de criterios, sino de deslealtad institucional e invasión en la autonomía de los poderes en que se sustenta un Estado democrático. Tan grave es la violación que hace el Gobierno de la separación de poderes, que ha provocado la protesta inédita de trece jueces de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo por las injerencias que recibe por parte del Poder Ejecutivo. Estos últimos elementos (corrupción y deslealtad institucional) son, por sí mismos, intolerables en cualquier democracia que se precie de tal nombre, pues no sólo socavan el funcionamiento y el equilibrio de los poderes que la articulan en representación de los ciudadanos, sino que preceden y caracterizan a los regímenes totalitarios que adolecen de un comportamiento verdaderamente democrático. Es, con todo, la más preocupante deriva que dejará en herencia el actual Gobierno, el cual, precipitándose hacia un Estado policial, aprueba una Ley “Mordaza” que cercena libertades públicas e impide o limita las manifestaciones, la toma de fotografías de abusos policiales y otros derechos derivados de la libre expresión y manifestación.
La otrora intolerante formación contra cualquier decisión que pudiera percibirse como afrenta a las víctimas del terrorismo, el Partido Popular, ahora en el Gobierno, será el que mayor número de “etarras” va a dejar en libertad por medidas judiciales, sin que rectifique antiguas acusaciones de connivencia con los violentos en casos de idéntica actuación gubernamental. Aquel apoyo a las víctimas del terror, utilizado como arma partidista y política, se vuelve en contra del Gobierno cuando ha de atenerse a una escrupulosa legalidad penal y penitenciaria, lo que supone un lastre en su herencia a la hora de volver a encauzar en su favor las emociones y sentimientos que genera una lacra, afortunadamente, del pasado, como esta del terrorismo.
Y es que el retroceso en libertades y costumbres que imponen, entre otras, la modificada Ley del Aborto, volviendo a penalizarlo, y la Ley Wert, que reintroduce la asignatura de religión en el curriculo escolar, sólo es defendido por las capas más conservadoras e inmovilistas de la sociedad, aquellas a las que el Gobierno ha mimado por representar el modelo social que persigue y en las que se integra esa élite pudiente que goza de toda clase de privilegios. Estos privilegios y los recortes que se han cebado sobre el resto de la población han agrandado la brecha entre ricos y pobres en España, hasta el extremo de ser el país en el que más han aumentado las desigualdades de Europa. Con la excusa de la crisis económica, el Gobierno ha aprovechado para desmantelar el Estado de Bienestar y ha limitado la asistencia sanitaria, ha encarecido los medicamentos, ha congelado las pensiones, ha entorpecido y prácticamente anulado las ayudas a la Dependencia, ha disminuido el número de empleados públicos, sobre todo en sanidad y educación, y, en definitiva, ha consumado un empobrecimiento general de la población, mientras al mismo tiempo elaboraba una amnistía fiscal a los evasores de dinero y asumía un rescate a los bancos y las autopistas con cargo al dinero de los contribuyentes. Este retroceso moral y material de la sociedad es otra herencia de este Gobierno.
Así como el conflicto territorial con Cataluña, en el que se enfrentan posturas inamovibles entre el nacionalismo catalán y español, cada uno tirando hacia el lado opuesto y dispuestos a romper los lazos que unen aquella comunidad con la Nación española. Unos buscan la independencia y otros el retorno al centralismo más trasnochado, sin querer ninguno explorar espacios intermedios de concordia y entendimiento. El Partido Popular alentó desde la oposición unas reacciones ahora desbordadas de secesión, con campañas publicitarias anticatalanas y recursos al Tribunal Constitucional por artículos del Estatuto catalán que admitía, en cambio, en otros estatutos. Hoy, derivado en parte de aquella compulsiva beligerancia antirreformista, el Gobierno se enfrenta a un desafío territorial sin precedentes, al que no sabe o no quiere abordar políticamente, sino con medidas legales y, llegado el caso, penales. De esta manera, un presidente autonómico está próximo a ser imputado por un delito de desobediencia a la Justicia al consentir una consulta a la población sobre el modelo de relación entre su comunidad y el resto del Estado. El diseño autonómico que consagra la Constitución queda, así, sometido a tensiones centrípetas y centrífugas que presionan hacia el centralismo y el federalismo más antagónicos. Grave y complicado problema que recibirá en herencia el próximo Gobierno que surja de las urnas.
Estas “dotes” de la herencia que legará el actual Gobierno condicionarán sobremanera al futuro Ejecutivo que tenga que asumir las riendas del país. Si Mariano Rajoy siempre se ha quejado de la herencia recibida, la que él dejará será notablemente mucho más abultada y compleja. Las señaladas anteriormente son, a mi juicio, las más problemáticas, por su gravedad y trascendencia. Se suman a ellas las directamente debidas a la situación económica, el aumento del paro (más de los que recibió en herencia), la precariedad del trabajo y salarios, la desprotección de los trabajadores frente al empresariado, la subida de impuestos, la reducción de becas y otras prestaciones sociales, los desahucios de viviendas, la pobreza energética, el abandono de las energías renovables, etc. Tal será la magnitud de la herencia que el próximo Gobierno, aun resultando este reelegido, tendrá enormes dificultades para convencer a los ciudadanos de la bondad de su gestión. Que luego no se llame a engaño.