Suelo presumir, y presumo, de ver a la gente venir, de ser capaz de discernir las idas y venidas de las personas que pululan por mi alrededor y de aquellas que observo con la suficiente atención, pero he de reconocerte, amigo lector, que este tipo que tiene a bien llamarse Pedro Sánchez me tiene muy, pero que muy descolocado.
No sabría decirte si se trata de un advenedizo con delirios de grandeza, de un pusilánime amante de las huidas hacia adelante o de un iluminado, en el buen sentido, capaz de ver la luz allí donde el resto solo vemos oscuridad, mucha oscuridad.
Con el peor resultado electoral de su partido en términos históricos se ha planteado, ni corto ni perezoso, obtener los apoyos necesarios para formar gobierno y convertirse en Presidente del Gobierno, una aspiración algo elevada para alguien que ha fracasado de manera tan estrepitosa ante los electores.
Me gustaría no dudar de sus intenciones, pero la sensación que fluye es que se trata de aferrar a un puesto de relevancia que de otra forma perdería de manera irreversible en favor de otros con la misma fecha de caducidad que él traía de fábrica porque o mucho me equivoco o la esencia misma del socialismo se está diluyendo en favor del pragmatismo de vieja escuela y de la utopía ilusoria.
Sabe, como sabemos todos, que los acuerdos que plantea, o dice plantear, son irrealizables a todos los efectos porque unos no quieren y otros no pueden, lo cuál nos aboca de una manera ineludible a unas nuevas elecciones en las que el electorado habrá fijado posiciones en función del espectáculo, en el mal sentido, al que acabamos de asistir.
Unas elecciones que deberían polarizar el voto, castigar a los corruptos y premiar a aquellas formaciones que desde la honestidad han sabido mantener sus posiciones sin juegos de mercadotecnia política, de gran interés en las facultades de Ciencias Políticas pero de dudosa moralidad en el devenir de las vidas de sus conciudadanos.