Como te decía ayer, amiga-amigo, la impunidad en este país y en el mundo, campa por sus respetos. Veamos. Impunidad según la RAE significa: Falta de castigo. Añado matices: falta o ausencia de cortarle las alas o las «patas» a una persona, entidad o institución. Concretamente: que alguien puede hacer algo y seguir haciéndolo por sistema faltando a las más básicas normas del respeto a los demás, de la ética, del sentido común o de la justicia. Seguimos: Campar por sus respetos. La Real Academia de la Lengua define este término o frase coloquial como: Obrar a su antojo, sin miramientos a la obediencia o a la consideración debida a otra persona. Seguro que más de alguno o alguna sabe y conoce de primera mano, muchas situaciones y personas a las que se les podría encuadrar en esta circunstancia. La impunidad tiene un fiel esposo: el poder y aparte, para su “divertimento”, un amante, éste huele más o menos bien, según la colonia que se ponga, aunque, eso sí, el olor a sudor lo delata a la legua. Este marido suyo suele vestirse con distintos trajes a cual de ellos más elegante: el político, el empresarial, el social, el mediático y el religioso, éste venido a menos pero que todavía da el pego y de qué manera. Suele acostarse o retozar en cualquier lecho con su amante: el dinero. Le encanta. La pone a cien. La impunidad compra y vende; se compra y se vende a sí misma. Como una prostituta de lujo. Además de estos dos entes, tiene “hermosas” doncellas con las que también flirtea: la extorsión, la mentira, la ignorancia (atrevida ella, como siempre) y con una muy preferida: la cara dura.
Normalmente, la ciudadanía de a pie (entre la que me incluyo) no suele ir por la vida presumiendo de impunidad, aunque como las meigas, haberlas haylas. Más bien, la sufrimos y asistimos perplejos e impotentes ante su diaria actuación. La sufrimos y nos produce cabreos diarios. Alguna que otra vez me gustaría pasearme por los jardines de las casas de los impunes, joderles la vida y, de camino, hacer lo mismo que ellos hacen a los demás. Pena es que no tengo ningún tipo de poder: ni político, ni social, ni mediático, ni religioso. Y tampoco dinero para poder comprar cosas, personas e instituciones y así negociar lo que me venga en gana. Cierto es también que no me han educado para ello (aunque en cierta época de mi vida lo intentaron) ni he querido asistir a las clases que se suelen impartir en este amplio y vasto mundo. Difícil está la cosa para erradicarla y desaparecerla de la faz de la tierra, aunque no hay que perder la esperanza. La esperanza de la palabra y de la escritura. La que va cogida de la mano con la denuncia, la de no callarse. Pero para obtener esta esperanza hay que ser observadores. Se está instalando de manera peligrosa y se está expandiendo en y a todos los niveles, como un virus. A todos nos gustaría (y no seamos hipócritas) gozar de los privilegios de la susodicha aunque sea unas horas. Como el tiempo que dura el sueño si nos sacáramos la primitiva.