El dinero que no es de nadie es de todos, y el que es de todos es de nadie, pues todos los gestionan pero nadie se responsabiliza, y el derroche se convierte en norma sin importar quien venga detrás, que espabile, si puede, mientras la vaca siga dando leche nadie se para a pensar que el dinero no era suyo, sino de todos, y que al final los que acabamos perdiendo somos todos, no nadie, como sociedad.
Durante años, años, y más años hemos asistido al gasto superfluo a manos llenas, devolviendo favores debidos, incentivando intereses creados y labrando un futuro personal en sectores favorecidos al amparo de la impunidad social, judicial, periodística, y, sobre todo, electoral, porque no basta con llevarnos las manos a la cabeza si luego acabamos votando a los mismos que nos robaron con nocturnidad y alevosía.
La austeridad que ahora se proclama debería de ser una rutina en la acción política y no una actitud de emergencia para evitar la bancarrota. Si en la empresa privada la eficiencia financiera y económica es el único camino para la supervivencia, no se explica la razón de que las administraciones públicas hayan obviado esta ley económica fundamental y hayan hecho del derroche su manera de hacer política, que, y eso es lo más frustrante, ni siquiera genera consecuencias.
Los mismos cargos públicos que malversaron el dinero de todos los españoles siguen manteniendo su nivel de vida, su poder adquisitivo y su status social, mientras que el resto, los curritos que pagamos nuestros impuestos un mes sí y otro también, seguimos manteniendo vivo nuestro sudor para poder seguir llegando a fin de mes mientras vemos como los que se lo llevaron crudo se marchan de rositas.
La cultura de la responsabilidad por los propios actos y la del esfuerzo por la consecución de los objetivos debe de instaurarse de una manera definitiva si queremos que España prospere realmente como país.