Paseando por Málaga me encuentro, en la céntrica calle Larios, con una manifestación. Iba presidida por la bandera anarquista roja y negra y acompañada (por cierto, desde una megafonía muy modesta) por los acordes marciales y alegres de «A las barricadas» ¡Cuánto tiempo sin escucharlos! Salvadas las distancias, provocaba una sensación nostálgica parecida a la música de los guateques. El grupo de los manifestantes era bastante reducido y no tenían aspecto de peligrosos revolucionarios, sino caras relajadas y hasta sonrientes. Como quien realiza una actividad agradable y lúdica. Sin embargo, a pesar de este aspecto relajado, su mensaje, reflejado en pancartas y carteles, era claramente radical: llamada a la huelga general, ruptura con el capitalismo, abierta incitación a la lucha de clases.
La reacción de la gente en la calle oscilaba entre la curiosidad y el pasotismo; algunos, como yo, seguramente rememoraban tiempos más jóvenes y contestatarios.
La conclusión a la que me lleva esta visión es que la izquierda radical, la que plantea claramente una ruptura con el sistema capitalista, es hoy, en España y posiblemente en todos los países occidentales, minoritaria y casi elitista.
A este fenómeno, que a algunos le parecerá raro, coadyuvan varias causas. Una es que la izquierda, en el terreno moral y cultural no necesita movilizarse por la sencilla razón de que sus valores están extendidos ampliamente por la sociedad; extendidos, incluso en gente que se declara de (y vota a) la derecha. Encontrar un conservador en España (una persona que lo sea conscientemente, desde suS valores morales y sus actitudes personales) es casi imposible. No conozco a ningún político español que se declare abiertamente conservador; a lo sumo, ‘liberal’ o ‘centrista’. Quizá se estén dando en España conatos de conservadurismo, pero en el terreno religioso, informativo o intelectual, no político.
Si pasamos al campo de la moral personal y familiar, no hay diferencia entre conservadores y progresistas, porque todos (a derecha y a izquierda) son progresistas. No hay, pues, que movilizarse para ganar una batalla que está ganada. La izquierda moral y culturalmente tiene un prestigio tan irrebatible, tan omnímodo, que todo lo que se le oponga parte con un halo de sospecha y está necesitado de justificación o, al menos, matización.
Pero tampoco hay que movilizarse para perder una lucha que está perdida de antemano. Me refiero, ahora, al modelo económico. Todo el mundo está de acuerdo en los infinitos problemas que genera el capitalismo; pero su posible alternativa (un sistema que no esté impulsado por la iniciativa privada y por el afán de lucro y que dé de comer y mantenga un buen nivel de vida de la gente) sigue siendo el enigma del círculo cuadrado. Puede reclamarse y esperarse con una esperanza casi mesiánica, pero nadie puede definirlo. La idea madre de la izquierda, un modelo alternativo al capitalismo, es hoy una entelequia defendida por muy pocos y no definida por nadie; y siempre en términos más metafísicos que económicos y políticos.
Entre un fenómeno y otro, la izquierda radical es hoy minoritaria. Y, como todo lo minoritario, adquiere tintes de elitismo y puede que de decadencia. La sonrisa con la que los manifestantes miraban al público tenía mucho de esa distancia irónica que sólo saben desarrollar las aristocracias.