Nuestro sistema de convivencia se basa en una serie de normas (la Ley) a las que -se supone- todos estamos sometidos en virtud de un básico principio de igualdad. Existe un complejo sistema de instituciones encargado de elaborarlas y promulgarlas, y un aparato que tiene el uso exclusivo de la violencia legítima, para persuadir de su cumplimiento y, en caso contrario, castigar.
Todo esto sería casi un mecanismo de relojería, si no existiera un detalle: las leyes son productos fabricados con un material que se llama ‘lenguaje humano’. Extraño material éste, sujeto a los avatares de la circunstancia histórica, de la ambigÁ¼edad, de la connotación, de la polisemia. El lenguaje verbal es el más maravilloso y potente medio de comunicación que existe y, al mismo tiempo, un no menos potente instrumento para la ocultación, el doble sentido, la manipulación.
Porque la ley es lenguaje (lenguaje y pensamiento, logos) y no expresión matemática o sarta de símbolos lógicos o algoritmos, por esa razón, digo, necesita a alguien que la interprete, que haga su hermenéutica y decida sobre el recto y último sentido de estos textos. Más allá de las instituciones, de los mecanismos legales y políticos, se sitúa este acto de decisión que no puede ser sino individual -y yo diría más: solitario-. Llegarán desde fuera la información, los conocimientos técnicos, las pruebas y contrapruebas. Pero es dentro, en su individualidad insobornable, asomado al abismo de su libertad, desde donde el individuo decide e inclina, en última instancia, la balanza a un lado y otro.
Para que esta decisión se produzca con una razonable garantía (la certeza y garantía absolutas no existen en las cosas humanas) han de darse ciertas condiciones: por supuesto, un conocimiento técnico y riguroso de la ley; además, una recta intención moral que lleva a la ecuanimidad. Por último, la ausencia de presiones y ‘ruidos’ externos. La labor del juez necesita estar alejada de debates, del ‘polemos’ de la plazuela pública donde, desde Sócrates acá, cada cual defiende sus intereses y valores, de la alegre algarabía de la pluralidad, tan saludable para otros asuntos.
Decía Carl Schmitt que la ‘Auctoritas’ necesita cierta lejanía, cierto misterio para transmitir a los demás ese magnetismo casi mágico que reviste a una persona de la capacidad de decidir sobre la vida de los otros. Así el juez, cuya decisión (‘Potestas’) tiene un carácter último y fundante, necesita como nadie de esta ‘Auctoritas’ que, en la vida personal y profesional, se refleja en la discreción, en la falta de proyección pública, en el trabajo riguroso y sosegado.
Un grupo de personas movilizando a la opinión pública, manifestándose con una pancarta, exponiendo sus consignas con vehemencia podrán clamar, quizá con razón, por la justicia, pero nunca hacerla. Porque a ninguna cosa en el mundo le cuadra peor el apelativo de ‘popular’ que a la justicia.