Viendo el fantástico programa, uno más, de «Salvados» de este domingo he conseguido recordar la revolución silenciada que allí tuvo lugar, una revolución del pueblo que dijo «no» a los abusos de su sector financiero que, como en todo el mundo, quiso hacer públicas sus deudas privadas y salir indemne de la grave crisis que ellos mismos fomentaron. Y digo revolución silenciada porque poco o nada supimos y sabemos de lo que allí sucedió.
Islandia participó de la burbuja financiera como la que más, probablemente la que más, porque venía de una banca estatal y la privatización liberó las frustraciones y las rigideces del pasado. Ello llevó a que el crecimiento económico vacío que se produjo en todo el mundo, fundamentado en el gas ficticio de la burbuja, se acentuara en Islandia hasta límites insospechados e insospechables, hasta que llegó el momento del desastre.
Con la explosión de la burbuja las entidades financieras islandesas intentaron hacer lo mismo que el resto, socializar las pérdidas y chantajear a su gobierno para que les inyectara el suficiente dinero público como para poder seguir operando con normalidad. Pero el gobierno islandés no se dejó chantajear, no por convicción propia, sino porque el pueblo le obligó a no permitir tal tropelía. Gracias a las movilizaciones sociales con exigencias concretas de verdad (ahí radica el déficit del movimiento 15-M), el gobierno y todos los responsables de la supervisión financiera del país dimitieron, dejando paso a una nueva Islandia, más pobre, no hay duda, pero más real.
Los bancos quebraron, los ciudadanos perdieron parte de sus ahorros, pero, a cambio, no están sufriendo las consecuencias de los recortes masivos ni el flujo incesante de dinero desde las arcas públicas de su Gobierno a las arcas privadas de los bancos, algo que sí estamos sufriendo en España, por ejemplo, puede que no a través del Gobierno directamente, pero sí mediante los préstamos blandos del BCE.
Son dos formas de afrontar un mismo problema, dejando a los bancos quebrar o ayudarles para que no lo hagan, dos maneras de entender la sociedad en la que queremos vivir, ambas aceptables y aceptadas, ambas capaces de reconstruir una sociedad desde los cimientos y empezar de nuevo, con la salvedad de que en Europa estamos cayendo en la trampa de los bancos.
Aún aceptando que a los bancos se les pueda otorgar créditos blandos (al 1% de interés), no es de recibo que luego utilicen ese dinero para comprar deuda soberana de los estados a un tipo mucho más elevado. Ese dinero que reciben las entidades financieras europeas a través del BCE debería de convertirse de manera inmediata en créditos a la economía real. Los bancos seguirían ganando dinero, que para eso están, pero los ciudadanos nos beneficiaríamos de la recuperación del crédito.
Por ello debemos de exigir a nuestros gobernantes que sean lo suficientemente valientes, de una vez, como para pararles los pies a las entidades financieras y ser capaces de manejar el sentido del flujo del dinero que todos los ciudadanos les estamos prestando a los bancos. Pero el problema, de nuevo, radica en los inefables intereses creados.