En una de tantas paradojas que esta crisis nos está deparando, ha tenido que ser un Gobierno de marcado carácter neoliberal, lo que siempre se ha llamado de derechas, el que ha tenido que sucumbir a las circunstancias y proceder a la nacionalización de una de las entidades más importantes del país, Bankia (la cuarta tras Santander, BBVA y la Caixa), como medida de urgencia ante el hundimiento de la misma y para evitar así el efecto dominó que podía generar en el resto del sector financiero español.
La nacionalización de algunas entidades financieras era una de las demandas recurrentes de gran parte de la sociedad y que ahora, por fin, se produce de una manera real. Entra dentro de toda lógica económica y social que si el Estado inyecta liquidez a borbotones en una empresa, en este caso en una Caja, sea éste y no los gestores privados, quien tome las riendas de las decisiones ejecutivas de la entidad para buscar que el dinero inyectado revierta en beneficios para la sociedad en su conjunto y no sólo para los accionistas de la misma.
Estaba claro que la situación de Bankia era altamente insostenible, heredada, no hay duda, de la nefasta gestión de la responsabilidad financiera de Caja Madrid y acuciada por la fusión con otra entidad en dificultades, como era Bancaja. Rodrigo Rato, el hombre designado para guiar el barco en estos momentos de dificultad, no ha podido ofrecer su mejor versión de economista político de prestigio por la sencilla razón de que carecía del bagaje financiero necesario y, más importante, no ha sabido rodearse del equipo adecuado.
Pero sería injusto cargar las tintas contra Rato, aunque nos sintamos tentados, porque la situación actual de Bankia procede de los años de burbuja inmobiliaria, incluso de antes, y de las decisiones tomadas desde su Consejo de Administración con un marcado carácter político en lugar de financiero, en un mal que ha afectado de manera sistemática a todas las Cajas del país.
Sólo nos queda confiar en que ahora el Estado reestructure la entidad de forma que consiga derivar el dinero público invertido en financiación para familias y empresas, evitando, en la medida de lo posible, que éste acabe por sanear las cuentas de la propia entidad.
En definitiva, una buena decisión del Gobierno, que debió haber tomado antes, incluso debió haberlo hecho el PSOE cuando gobernaba, y que no hace sino poner sobre la mesa la extremadamente delicada situación de nuestro sector financiero.