Todavía, a estas alturas de la civilización, la Iglesia sigue involucrándose en cuestiones en las que carece de competencia, como es pontificar sobre la condición sexual de las personas. La ciencia ya ha verificado la complejidad de la sexualidad humana, en la que influyen aspectos orgánicos, psicológicos y sociales que determinan la identidad sexual del individuo. Que su finalidad no es exclusivamente reproductora lo atestigua el permanente estado de celo que caracteriza a nuestra especie, a diferencia de los limitados períodos de reproducción que orientan el comportamiento sexual de las demás especies animales.
El hecho de un modelo social basado en el matrimonio heterosexual no deja de ser una convención peculiar con fines de interés económico y comunal. No hay en ello más designio divino que el que podría asignarse, si así nos da por creerlo, al modelo basado en la reina-madre engendradora de una colmena de abejas o el del harén de las focas monje, como ejemplos de colectivos monógamos o polígamos.
Sin embargo, el tema sexual parece preocuparle sobremanera a la “santa” institución religiosa por cuestiones que cuesta trabajo relacionar con su pretendida finalidad espiritual. Más que preocupación, el asunto se convierte en una verdadera obsesión al que se entregan periódicamente los “príncipes” de la Iglesia Católica de España. Cada dos o tres homilías, nuestros prelados retoman, con ceño fruncido y voz grave, la problemática de los, a su juicio, desvíos de la “rectitud“ sexual que ellos vigilan atentamente y que, por el interés que le prestan, les parece más grave que el asesinato de inocentes, aunque de lo primero no digan nada los mandamientos (depende lo que se entienda por “actos impuros”) y lo segundo sea condenado expresamente (no matarás).
En cualquier caso, es significativo que para el obispo de Alcalá de Henares (Madrid), Juan Antonio Reig Pla, aquellos que “piensan ya desde niños que tienen atracción hacia las parejas del mismo sexo, (…) y para comprobarlo se corrompen y se prostituyen, (…) se encuentran en el infierno”, pero, en cambio, ninguna autoridad eclesiástica se pronuncia sobre la tumba del golpista y represor mediante el asesinato Queipo de Llano, que se custodia en la Basílica de la Macarena de Sevilla, y que impuso el nombre de su mujer a una iglesia (santa Genoveva) y bautizó con el de su madre a la virgen que allí se venera (Ntra. Sra. de las Mercedes). Para estos centinelas de la “moralidad”, el sexo es más pecaminoso que matar, siempre y cuando no se entreguen a sus placeres los propios clérigos, en cuyo caso hasta la pederastia no es motivo de castigo penal, ni de condena al infierno ni el pecado destruye a la persona, simplemente motiva su traslado a otro destino parroquial.
Es curiosa esta manía por el sexo de las autoridades religiosas y las actitudes homófobas que manifiestan, pues ponen de relieve unos prejuicios ampliamente superados por la realidad civil y social, además de expresar un fanatismo prácticamente patológico. Posiblemente sería esclarecedor escuchar las respuestas que pudieran dar, desde el diván del psiquiatra, los herederos de la Inquisicióna estas preguntas: ¿Por qué personas que deciden no procrear y niegan –que no anulan- todo impulso sexual la toman con las que procrean o disfrutan de sus apetencias sexuales? ¿Por qué los que castran el deseo sexual en su comportamiento están tan atentos a las prácticas sexuales que los demás desarrollan? ¿Por qué los que eligen una determinada conducta -aún en contra de la propia fisiología orgánica-, sin que nadie se lo discuta, cuestionan y hasta condenan las que con idéntica libertad decide el resto? ¿Por qué unas creencias indemostrables, por muy respetuosas que sean, se arrogan la autoridad de imponer sus criterios al conjunto de la ciudadanía en cuestiones en que la ciencia diverge?
Las ideas religiosas, máxime en el contexto político favorable como el actual, se crecen y se extienden a fuerza de impedir cualquier reacción que pueda contradecirlas. Lo malo no es albergar determinadas creencias, lo verdaderamente peligroso es la obligación de seguirlas mediante la coacción legislativa (ley del aborto, etc.) o social (condena de conductas) que los poderes políticos y religiosos conciertan. Y en esa deriva retrógada, que convierte la sociedad actual en un infierno no sólo para los gais, sino también para cualquiera que sea progresista y en verdad liberal, nos hallamos. Por ello, hay que denunciar todas las ofensivas reaccionarias que se producen y combatirlas… con la palabra y los argumentos, naturalmente.