Si nos sinceramos entre nosotros, las gentes que compartimos el interés- y tal vez el amor- por nuestros semejantes y por el resto de seres con quienes formamos parte de la misma vida universal, fácilmente admitimos que no es posible formar un mundo nuevo ni una sociedad humana mejor si las gentes no son mejores, empezando por nosotros mismos, pues ¿quién está libre de algunos de los defectos que no sólo le perjudican en su evolución, sino que además introduce como auténticos virus energéticos en la cadena de interacción social y en la propia Naturaleza?
Y si seguimos sincerándonos entre nosotros, tal vez admitiremos que para eliminar esos defectos, que pertenecen al lado espiritual negativo de nuestra existencia y por tanto son carencias espirituales que limitan la evolución de nuestra conciencia, necesitaríamos conocer la manera, un método, un camino espiritual, y llevarlo a la práctica en nuestra vida cotidiana.
¿Qué camino elegir? Eso cada uno lo decide cuando llega su momento. Está comprobado que ese momento le llega a todo el mundo antes o después, pero hasta que una gran parte del conjunto humano no se halle trabajando por la liberación de su conciencia las consecuencias de esa pasividad, de ese dejarse llevar, serán muy graves para cada uno de nosotros, para la madre Tierra y para el resto de seres vivos, a los que agredimos de múltiples maneras y no reconocemos como nuestros pequeños hermanos.
Por ello, hasta hoy mismo podemos apreciar que las sociedades humanas han ido degenerando moralmente a medida que pasaron los siglos, atrapadas finalmente por el materialismo en todas sus versiones. Esto no sólo es visible en lo que nos afecta colectivamente por una razón u otra: también es visible en los asuntos relacionados con la moral personal, una moral o una ética que de practicarlas en gran escala significaría ceder al “otro” algo que deseamos poseer en exclusiva. O sea: ya seríamos altruistas, habríamos dejado a un lado la envidia, y careceríamos de afán por la riqueza, por el reconocimiento y por la supremacía de unos sobre otros.
Una simple reunión de vecinos ya da una idea bastante aproximada de lo que hablamos: allí campan a sus anchas desconfianza, desafecto, y mucho yo, yo, yo. Es fácil rastrear eso mismo en cualquier grupo; y hasta en un partido de fútbol las extraordinarias dosis de violencia preexistente se vuelcan en los gritos contra el árbitro, contra los jugadores, o en los conflictos que surgen en el trabajo, en la vida de pareja y la propia familia cuando el pequeño “yo” cree no estar bien considerado.
Del mismo modo, las “cargas de profundidad” en forma de rencor, deseos de ser más que nadie, odio, codicia y similares, que estresan el sistema nervioso y que tantos guardan en su interior como un veneno, emergen antes o después en forma de enfermedades o conflictos.
Estos ejemplos son algunas muestras de elementos reprimidos encerrados en nuestro subconsciente como fantasmas socialmente impresentables, pero que salen a la luz cuando tienen oportunidad, a veces sin que seamos conscientes de que estamos bajo su control. Claro es que este fenómeno multiplicado por todos los vecinos de una ciudad imprime carácter a la ciudad y que multiplicado por todos los ciudadanos de todas las ciudades reflejan el alma de un país, hasta que se nos muestra cómo el panorama del mundo en toda su desnudez: está construido a nuestra imagen y semejanza: es nuestra pobre obra; una obra enfermiza que amenaza nuestras vidas y hasta nuestra propia especie, como observamos contemplando el estado desastroso de nuestro Planeta y de nuestras sociedades. Y si queremos que eso cambie, parece razonable pensar en cambiar primero nuestro mundo interior eliminando esas “cargas de profundidad” con las que bombardeamos y nos bombardeamos.