“La juventud es el único defecto que se cura con la edad”, asegura cierta sentencia popular. Ignoro quién pudiera alumbrar tan mísera reflexión. Quizás gente entrada en años. Desde luego alguien corroído por la envidia; un individuo que expele su mala uva (incluso su pena) porque aquel canto a la felicidad concentrado en el carpe diem carece para él de vigor, es sólo nostalgia amarga, insultante. La vida, a poco, se esfuma entre yerros y angustias. Cuando las introspecciones devienen en marco sustancial del último tramo, advertimos con qué ingenuidad derrochamos tiempo y energías. La bueno o malo, según recurramos al consuelo o nos alimentemos de quimeras, es el tropiezo generalizado salvo individuos en cuyas mentes anida la fantasmada; a lo peor el absurdo. No reconforta, pero mal de muchos…
El joven arrastra una imagen deplorable. Quienes protagonizan opiniones, alejadas de generosa tolerancia y de verosimilitud, atesoran dos maldades. Renuncian a volver la vista atrás; bien para evitar extrañas reminiscencias, bien instigados por pruritos incómodos. Descargan, además, responsabilidades propias, desidias cobardes e impotencias desgarradoras, en ese aparente desenfado juvenil. Aquella tópica lucha generacional entre padres e hijos, llega a trocarse en guerra abierta cuyos contendientes adoptan posiciones radicales por falta de diálogo y nula comprensión. Una sociedad vital, madura, debe reconocer -desde mi punto de vista- mayor porcentaje de culpa porque renuncia a su papel rector tras andar parecidos recodos del camino.
Mis cuarenta años de docencia, casi siempre con chicos mayores de trece años, me conceden ventaja, que no cátedra. El común tiene hijos, sobrinos, vecinos, pero esta circunstancia implica una percepción difuminada y subjetiva. Aun con meritorios esfuerzos, la familia dispone para evaluar al joven de una experiencia adulterina, tendenciosa. Algunos allegados, al recibir testimonios -por parte del profesor- referentes a actitudes y talantes del joven familiar, se quedan boquiabiertos, incrédulos, al escuchar, para ellos, insólitas aclaraciones. Ocurre lo mismo cuando fuerzas de orden público descubren, a padres consternados, hazañas ayunas de respeto y civismo de sus retoños. Ambos escenarios, demasiado frecuentes a veces, constatan una triste realidad.
Negras expectativas se ciernen sobre una juventud azotada por un paro espeluznante. Universitarios sin proyecto y trabajadores ociosos conforman un colectivo desorientado, insustancial. Tan heterogéneo grupo, pintoresco si lo requieren modos y modas, se convierte en víctima propiciatoria de pícaros sin alma. Narcotizan con impudicia coraje e insatisfacción ofreciéndoles placebos que encauzan su rebeldía hacia la nada. Les vemos trajinar de aquí para allá agigantando un desfile anárquico, mustio. ¿Qué futuro puede esperarles con este maremágnum? Superando ciertos matices, el mismo que ocurriera si las circunstancias fueran más esperanzadoras. El hombre comete torpezas análogas en cualquier momento y estadio, pero posee capacidad de adaptación. A tenor de ello, su respuesta suele ser eficaz, reparadora. ¿Por qué no, en un ejercicio de introspección, recordamos nuestros desvaríos juveniles? ¿Acaso transcurrieron nuestros años mozos por un camino de rosas? ¿Respondimos acertadamente al futuro partiendo de insatisfacciones parecidas? Opino que sí. Ellos lo harán también.
A los veinte luchábamos -unos más que otros- por conseguir una libertad ansiada. Hoy, el joven disfruta de ella, bien que tenga aspecto formal y no real. Sin trabajo, goza de esa estabilidad económica que le proporciona el ámbito familiar. Es comprensible que, ante tal atmosfera, su desaliento le lleve al botellón y a otras actividades que manan de él: droga, sexo, irreverencia. Tasamos con demasiado rigor tan insolvente -a la vez que molesto y oneroso- esparcimiento. ¿No haríamos algo afín si nos encontrásemos en su lugar? Seamos coherentes, amén de justos. Es más fácil alzar el diapasón aireando fallos que enaltecer tímidamente aciertos; murmurar vicios que describir virtudes.
Días atrás, una nueva pasó de puntillas por noticieros y tertulias diferentes cuando debió ocupar -durante varias jornadas- espacios centrales de ellos. Un grupo de jóvenes granadinos, rondando esos veinte del comentario, devolvieron una cartera que contenía cincuenta mil euros. Seguramente practican botellón. Semejante cantidad les permitiría celebrar así (con botellón) su octogésimo cumpleaños en compañía de hijos y demás descendientes. No obstante lo devolvieron. Su gesto -sé que no comporta un hecho singular, aislado- mereció la reseña casi imperceptible de algunos medios. La masa, sin titubear, juzgará el comportamiento de insólito. Para mí, refutando tan torcido veredicto, constituye un rasgo perteneciente a la otra cara del botellón.