La paradoja del doble espejo.
Aristóteles pagaría una ingente cuantía de dinero, incluso se amputaría alguno de sus miembros como precio a pagar, a modo de tributo, si más allá, esté donde no esté, alguien le concediera la oportunidad de reabrir sus ojos y contemplar el Universo con los ojos que hoy la Ciencia tiene, como fruto de una evolución exponencial, por-y-para su disposición. Seguramente, el hombre caería rendido al suelo, con sus rodillas postradas sobre el duro mármol, llorando de alegría: «¡qué grandeza se erige delante de mí, yo que pensé que había concebido lo más grande!». Si al gran Aristóteles se le pudieran mostrar los libros científicos de hoy día, aquéllos que abarcan todas las disciplinas, desde la Cosmología a la Biología, desde la Física Teórica a la Neuropsicología; si un comité encargado única y exclusivamente de su retorno se encargara de mostrarle lo que ha construido el ser humano, desde rascacielos como la Torre Burj en Dubai hasta el LHC en la frontera franco-suiza; si se le permitiera al genio observar el cielo en alguno de los telescopios situados en el observatorio de Los Muchachos, si pudiera ser testigo de una operación quirúrgica de transplante de rostro, si se le mostrase en un laboratorio cómo se pueden clonar ratas y modificarlas genéticamente, si se le explicara concienzudamente la Teoría de la Relatividad de Einstein o la Mecánica Cuántica de Bohr, Dirac, SchrÁ¶dinger y compañía; si pudiese trasladarse al MIT de Massachussets y contemplar cómo campos magnéticos y corrientes eléctricas son capaces de modificar la conducta de individuos, si se le llevara a algún laboratorio en el que se trabaja con nanorobots, si se le prestaran libros de Darwin, GÁ¶del, Turing, Damasio o Hawking: ¿cómo contendría el viejo Aristóteles su llanto insoluble, imparable: su alegría infinita ante los secretos que la Naturaleza le hubo escondido cuando él tuvo la oportunidad de dar luz a aquello que aún era oscuro?
Como nota irónica, más vale que este comité estuviese dotado de un gabinete clínico y psicológico, entre otros, junto a toda una gama de tecnologías -desfibriladores y catéteres- y fármacos -ansiolíticos o antipsicóticos- porque sin éstos aseguraríamos el viaje de retorno a ese sitio del que se le despertó en cuestión de minutos, si es afortunado. Aristóteles, que fue un privilegiado genio de su tiempo, habría tratado de encajar toda esta nueva gama de conceptos y disciplinas científicas -mas las que no he mencionado, por razones obvias- usando su lógica apodíctica, ¡pero hasta ahí se habría dado el pobre con un canto en los dientes! Trabajos como los de Frege y Russell habrían terminado de hundir al protagonista de esta historia en la más profunda de las depresiones; nuestro atento comité, preparado para ello, le suministraría una controlada dosis de Prozac y junto con unos meses de psicoterapia llegaría a sobreponerse a tan contundentes adversidades.
Pasado un tiempo, con mucha probabilidad, Aristóteles iría asumiendo lo que sus ojos veían e iban a seguir viendo durante su fantástico viaje. Allá donde se hospedara, allá donde se retirara a meditar, allá donde la sombra de un árbol le sirviese como refugio ante los demás y sí mismo, el genio reflexionaría, con suma admiración y respeto, un fenómeno que incluso a los integrantes del comité debiere intrigar: cómo ha crecido el conocimiento del ser humano en ambas direcciones: hacia fuera, y hacia dentro. Cuanto más lejos ha llegado la vista del hombre, allá donde la radiación de fondo, los quásares, los agujeros negros y las tormentas de neutrinos son espectáculo para todos, incluso los más preparados; cuanto más cerca se ha podido centrar la vista del hombre, descomponiendo cada pequeño punto del espacio y del tiempo en moléculas, átomos y partículas subatómicas; cuanto más ha abarcado la visión del humano y de su inherente humanismo, su moral y la evolución de los valores individuales y de grupo; cuanto más ha abarcado, del mismo modo, la visión científica del humano que nos coloca como un animal más dentro de un mundo de animales, en el que cada célula de nuestro cuerpo obedece a un orden genético, síntesis de ácidos nucleicos y enzimas. En tanto que el ser humano mira a las estrellas y, como en el film «Gattaca», se percata de que somos los hijos de las mismas: la evolución del plasma, del hidrógeno, del helio, el hierro y el litio; la evolución del carbono, la reordenación de cromosomas cuan algoritmo informático. Cuando Aristóteles terminase de comprender, en su trance, cómo la separación del cuerpo y del alma, el espíritu-esencia de lo material, lo psicológico de lo físico: cuando él como todos los miembros del comité que le escoltan acabasen de comprender que en el último eslabón del humano, el yo, la escisión entre lo que somos y lo que la evolución nos otorga en aras de seguir evolucionando; entonces, y sólo entonces, el viejo firmaría la finalización del contrato y viajaría, con sus pómulos secos y la mirada firme, nuevamente, hacia ese sitio del que en un momento deseó salir.
Y a nosotros, miembros individuales de su comité, nos dejaría con el vacío incrustado en nuestras mentes, sobre una línea que separa lo que en un espejo se refleja respecto al reflejo de ello mismo, queriendo ser línea, queriendo ser la frontera entre lo que hay allá tan lejos y a su vez tan dentro de nosotros. Mientras nuestra visión y nuestro pensamiento cónicos nos llevan hacia un determinado modelo, más o menos discutible pero con un rasgo común que parece fruto de nuestro pensamiento lineal y determinista, incluso cuando éste adopta formas no-deterministas: un comienzo, que pudo ser el primero o no, pero fue; cuando nuestra visión y nuestro pensamiento cónicos nos llevan hacia otros modelos, más o menos discutibles -igualmente- en los que, por inducción, también se esboza un comienzo más allá de todo no-determinismo; ¿dónde encuentra cobijo nuestro particular Aristóteles, a quien, por soberanía, denominaré a partir de ahora conciencia?
El ser humano y su evolución están cada vez más lejos y, a su vez, cada vez más cerca; ¿pero cerca de qué? ¿de una respuesta? ¿de una pregunta? ¿de un punto infinitamente pequeño e indivisible en el que poder colapsar y plegar sobre sí mismos todos los pensamientos habidos y por haber? ¿estamos viajando a través del cono para llegar a su vértice? Si así fuera, ¿qué resultaría si nuestro cono está dispuesto con un contorno exponencial de base e, en el que la superficie es finita pero no su volumen? La conciencia del ser humano sigue tropezando una y otra vez en el mismo paradigma que, dicho sea de paso: una vez resuelto no salvaría nuestro ego del devenir más absoluto del Universo y su contenido: avanzamos hacia fuera en proporción respecto a lo que lo hacemos hacia dentro. Pero nuestra visión, si bien es nuestra garantía de supervivencia, nuestra herramienta de distinción entre la continuidad de la materia y la energía, la unicidad del ser pensante que hace heterogéneo este baile de puntos y comas, caracteres y espacios en blanco, nos coloca constantemente en el lugar equivocado en este escenario maravilloso que es el Universo, la existencia, la vida y la consciencia eterna de formar parte de este sinsentido: nuestra conciencia no es la línea que divide lo uno de lo otro, no somos, a nivel individual, esa infinita capa que ordena al objeto y su reflejo: no somos el alma, no somos el espíritu, no somos la esencia y no somos el yo. Nuestra existencia no es un generador de ilusiones: es el recubrimiento de todos y cada uno de los fenómenos macroscópicos y microscópicos que tienen lugar en los dominios de nuestro conocimiento: Aristóteles abandonó su viaje tras percatarse de que en su viaje interior estaba derivando, proporcionalmente, hacia el exterior: percatóse de que por mucho que anduviera en una dirección, si bien nuevas realidades se le ofrecían a la vista, jamás dejó de dar vueltas en círculo sobre todo y sobre sí mismo.
El más astuto del comité, quien dirigía y daba las órdenes cerró los ojos y asumió con su pecho lleno de aire, la pureza de la vida que se le ha brindado y, con ella, le brinda al Universo entero: «no somos el centro: somos aquello que recubre la superficie: desde dentro: desde fuera». Así comenzó la enfermedad, la náusea de Sartre, el declive del uno mismo y del yo: herido de muerte, éste fue -e irá- dejando lugar a una nueva generación de Á¼bermensch que ni el propio Nietzsche se atrevió a soñar: la muerte del yo.
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