Cuando a un niño se le mete algo en la cabeza, puedes esgrimir sin éxito miles de argumentos en contra de su decisión, la mayor parte de las veces sin resultado. Mi sobrina, de apenas ocho años, harta de la supuesta incomprensión y de la falta de autonomía y concesiones por parte de sus padres, decidió tomar sus bártulos y abandonar la casa. Tomó su osito de peluche, su Nintendo, un par de euros de su hucha y media tableta de chocolate, y se dio a la fuga. Pensaba formar un núcleo unipersonal independiente en donde sus justas reivindicaciones no rebotaran contra las supuestas paredes de la indiferencia de la casa paterna.
Ni que decir tiene que mi cuñado, en un ejercicio de supuesta aquiescencia y psicología infinitos, la dejó supuestamente marchar, aunque ejerciendo un seguimiento estrecho y sin ser visto, tomando nota de todos y cada uno de los movimientos de la niña de puertas para afuera de la casa. Á‰sta se sentó en las escaleras del portal durante un lapso de tiempo de una hora escasa, en donde no paró de jugar con su consola al tiempo que consumió ella sola la media tableta de chocolate ante las reiteradas negativas de su osito de peluche y la indiferencia de algunos vecinos que acertaron a pasar. Cuando la vejiga dio síntomas de alarma, decidió reconsiderar su postura y volvió a casa como si nada hubiese pasado.
La escasa capacidad de síntesis, el coraje desenfrenado o la visión limitada de los hechos hacen que, en ocasiones, proyectos que tenemos como plausibles, puedan tornarse de repente imposibles o temerarios, aunque en un principio puedan parecernos realizables a todas luces y sean sólo todos los demás quienes sean incapaces de verlo.
Como algunas personas, como algunas regiones de esto a lo que hemos dado en llamar España.