Con la península en manos francesas, el diputado liberal Antonio Oliveros propone una comisión que emprenda la tarea constitucional. Se abre el proceso destinado a llenar el vacío de poder. Juntas provinciales, ciudades y reinos, eligen a sus diputados convocados a Cortes en Cádiz, única ciudad que se mantiene ajena a la invasión. La isla de León, hoy San Fernando, se convertirá paradójicamente, en laboratorio soberano de los ideales napoleónicos. Diputados peninsulares y de ultramar se refugian allí, transformando a los súbditos de una monarquía absoluta y decadente, en ciudadanos libres con derechos y deberes. ¿Cómo es posible que el más firme bastión del Antiguo Régimen, pasara a convertirse en modelo del nuevo liberalismo europeo? Desde septiembre de 1810 a marzo de 1812, la ciudad de Cádiz se encontrará aislada de las tropas francesas, pero también de las conjuras de una España absolutista, ocupada en sostener y encarrilar su involutiva Revolución. Los diputados llegan poco a poco. Más de la mitad serán suplentes, como recurso para sustituir a quienes no lleguen a tiempo. Serán éstos los que adquieran un notable protagonismo, manifestándose abiertamente por las reformas.
La división entre liberales y absolutistas refleja también el talento de unos y otros. Los más comprometidos son un grupo reducido pero van ganando terreno y autoridad. La elocuencia y la retórica juegan un papel esencial en los debates. Los liberales son menos, pero son mejores. No sólo persuaden sino convencen. ¿Qué argumentos pueden sostenerse en favor del absolutismo, que no sean los del interés propio? Durante meses, la representación de la soberanía española, estará obligada a parlamentar. No habrá posibilidad de conjuras, alzamientos de nobles disfrazados de campesinos, pronunciamientos militares o partidas de curas alertando al pueblo sobre la invasión del Anticristo. Ya no vale crispar, apelar al vulgo a la lucha, sino perseguir una sociedad mejor desde parámetros de justicia y razón. Quienes allí están no son franceses, sino diputados españoles representando a la nación. Los tradicionalistas nada pueden frente a los pensamientos de “Locke, Montesquieu o Rousseau”. Se lleva a cabo una verdadera revolución: se establece la soberanía nacional, la monarquía parlamentaria, la división de poderes, se reconoce la ciudadanía, los derechos individuales, la propiedad privada, la inviolabilidad del domicilio, la libertad de imprenta, la igualdad ante la ley, el sufragio universal masculino… Las Cortes debaten la supresión de la Inquisición, la reforma del clero o las desamortizaciones eclesiásticas. Es algo nunca visto.
El enemigo es francés… y español
Pero la España oscura no está dispuesta a admitir una monarquía constitucional. La guerra contra Rusia ha obligado a Napoleón a vaciar de soldados una península que, excepto el istmo de Cádiz, tenía tomada. Ello cambiará para siempre el destino de España. Con la incursión inglesa y la perdida del país, Bonaparte permitirá el regreso de Fernando VII. Napoleón, que siempre vio en España “una chusma de aldeanos guiada por una chusma de curas”, deja partir al tan “deseado” por su pueblo, según la propaganda absolutista. Este cruzará la frontera por Cataluña el 24 de marzo de 1814. Desgraciadamente, Bonaparte no se equivocaba en su diagnóstico. El vulgo saboreará pronto los frutos por los que combatía. El repliegue francés fue acompañado desde el primer instante, por la creciente conspiración apostólica. En cuanto los territorios recaen sobre la jurisdicción de las Cortes, los absolutistas, que han contemplado el episodio liberal de Cádiz sin dar crédito, comienzan a provocar disturbios y saqueos sabiendo atraerse, como siempre, la complicidad del pueblo, un campesinado que tras la guerra es alzado en armas ante el desabastecimiento absoluto. Los liberales españoles son tachados de herejes franceses. Deben ser eliminados. Para una opinión pública ignorante, generada exclusivamente a través de lo que se le indica en cada parroquia, nunca existirá diferencia entre franceses y españoles afrancesados (traidores a Dios y partidarios de Satanás).
Las Cortes de Cádiz habían decretado no reconocer al rey mientras no jurase respetar la constitución pero éste, respaldado por el clero y la nobleza, en lugar de dirigirse a Madrid como está previsto, se desvía a Valencia donde le espera el general Elio, poniendo sus tropas a disposición real y jurando defender el Antiguo Régimen. A la vez, un grupo de 69 diputados le presenta un panfleto por el que se apela a la restauración del absolutismo y la derogación de la constitución; es el llamado Manifiesto de los Persas, donde se aclara por si había alguna duda, cuál es el papel que debe corresponder al hasta ahora, valeroso pueblo español, que tanto habían alentado contra los franceses: «ser mantenido en la oscuridad para evitar la anarquía”. Los historiadores se despachan a gusto con Fernando VII: rastrero, cobarde, ruin… y felón: se personaliza en el rey la responsabilidad del retorno al absolutismo, pero ello es una vez más, desfigurar el pasado intencionadamente. Junto a él, la traición es fruto de la España oscura y eterna, que no muestra la más mínima pasión por esa presunta identidad frente al invasor que decían defender. ¿Qué orgullo y qué soberanía se reivindicaba entonces el dos de Mayo, sino la preservación e independencia de una realidad que permitiera el mantenimiento de la esclavitud y los viejos privilegios nobiliarios?
Con la entrada militar de Fernando VII en Madrid, desaparece la Constitución de 1812 y se reinstaura el absolutismo. Su llegada será jaleada por siniestros personajes mezclados entre la multitud que disfrazados de aldeanos, recuerdan al vulgo cuál es el sitio que le corresponde: “¡Vivan las caenas!” repite un pueblo sin criterio, que no comprende que habla de «cadenas para ellos». Como ocurrió en la guerra, se vuelve a decretar el aniquilamiento sin cuartel de los liberales (ahora sólo españoles) y de todo aquel que creyó luchar por un rey constitucional. Tras la denominada resistencia española sólo se escondía el afán absolutista por conservar los privilegios medievales, las vastas posesiones, la esclavitud, la Inquisición y demás virtudes ibéricas.
Perspectiva de la guerra
Cádiz fue el primer oasis, de un sufrido recorrido de casi dos siglos. La mal llamada guerra de independencia contra el francés, no fue sino la respuesta frontal a las nuevas ideologías de pensamiento ilustradas, (francesas o españolas). En Francia, el pueblo se sumará a una revolución burguesa, social y de clases. En España, el pueblo combatirá por la defensa de unos intereses ajenos: feudales, esclavistas y estamentales ocultados bajo una supuesta guerra de religión frente al “extranjero hereje”. Nunca existió una Revolución popular, sino una insurrección creada por la Iglesia y la nobleza, que logra que el pueblo, ignorante, luche por la defensa de un Antiguo Régimen que lo mantiene sometido. La desdicha moderna de España comienza en el momento en que los absolutistas se apropian de la causa nacionalista: la intervención francesa permite así la implantación de una supuesta reacción revolucionaria dirigida por una España reaccionaria, que busca como único objetivo la reinstauración del absolutismo.
La tragedia de los afrancesados e ilustrados (las personas más cultas por entonces del país) es desear la implantación de las nuevas ideas que vienen de Francia: derechos individuales, tolerancia religiosa, desamortización, ilustración, enciclopedia, imprenta, igualdad, pero al mismo tiempo verse obligados a oponerse a unas tropas enemigas que según los absolutistas y la Iglesia (únicos referentes propagandísticos de un país sin ilustrar), están ocupando la península. Europa derivará poco a poco hacia regímenes constitucionales mientras la reserva espiritual de occidente, aguarda aún el estallido de cuatro guerras civiles en nombre de Dios. 200 años después de Cádiz, no deja de resultar ilustrativo que muchos de los que hoy se apropian de la conmemoración de La Pepa, justifiquen al mismo tiempo, las consecuencias históricas de una interpretación absolutista que busco siempre despojar a la mitad del país, de un sentido de la Patria que no fuera el suyo. El enemigo nunca fue francés. Era también español: la razón contra el ideal, la tolerancia frente a la imposición, el relativismo contra la confesionalidad, el pluralismo frente a la interpretación única. Se comenzaban a gestar dos maneras de entender España.