España ostenta el digno privilegio de haber promulgado la primera Constitución que consagró, entre otros derechos, la libertad de prensa antes que otros países con mayor tradición democrática o liberal.
Y aunque la iniciativa tuvo una vigencia efímera, no deja de ser un hito histórico de las ansias de libertad y las ambiciones de progreso que aquellos momentos, en plena Guerra de la Independencia, albergaban los “patriotas” que entonces se conjugaron para enterrar al Viejo Régimen del absolutismo.
No fue, sin embargo, un producto surgido por generación espontánea, sino que germina de las simientes que la Ilustración había esparcido un siglo antes por España, con la instauración de la dinastía borbónica y el florecimiento de un despotismo ilustrado (“Todo para el pueblo, pero sin el pueblo”) que persiguió el desarrollo del país, mientras no se cuestionara el poder del rey. Aquellas reformas promovidas primero por Felipe V, que implantó un férreo centralismo, el decreto de Nueva Planta y el desarrollo cultural y social, tuvieron especial continuación con Carlos III y Carlos IV bajo el impulso de la llamada reforma ilustrada: fisiocratismo y liberalismo económico, cuyas ideas procedían del empirismo y el racionalismo de Locke, Hobbes, Montesquieu y Rosseau, y que contagiarían a nuestros Cabarrús, Jovellanos, Campomanes, Olavide, Meléndez Valdés, Cadalso, Moratín y tantos otros pensadores acreedores de los principios recogidos en la Constitución de 1812.
Celebramos, por tanto, el bicentenario de un texto legal que establecería por primera vez la representación de la soberanía, el fin de los privilegios estamentales y la división de poderes, convirtiéndonos en ciudadanos en vez de súbditos, lo que suponía una auténtica ruptura con el Viejo Régimen existente hasta entonces.
El precedente habría que buscarlo, como hemos señalado, en el período de cierta apertura y liberalización de la Ilustración que Carlos IV frena bruscamente cuando opta, blindando las fronteras (cierre de aduanas y estricta censura), retornar al absolutismo más intransigente para impedir que la mecha de de la Revolución francesa, que había cortado la cabeza a Luis XVI, pudiera prender a este lado de los Pirineos. Su sucesor Fernando VII conservaría ese régimen hermético hasta que Napoleón Bonaparte, a principios de 1800, invade la península y lo obliga a abdicar en virtud de las Capitulaciones de Bayona. Se cierra así el siglo de la Ilustración para abrirse el de las guerras, con la inminente Guerra de la Independencia contra los gabachos que los amotinados de Aranjuez y el levantamiento del 2 de mayo de Madrid habrían de propiciar.
Tras dos siglos de una Constitución que las Cortes aprobarían en el Obradoiro de San Felipe Neri de Cádiz un día de San José de 1812 -lo que dio lugar a que se la conociera desde entonces como La Pepa-, habría que valorar lo que supuso aquel texto para la historia constitucional de España y la gran transformación política y social que generó en nuestro país, con los pasos hacia adelante y atrás que todo cambio conlleva.
El país se hallaba dividido por la guerra y con partidarios afrancesados y patriotas que pugnaban entre el Estatuto otorgado en Bayona por el invasor o la recuperación de la integridad nacional bajo una nueva Constitución. Patriotas (liberales) y serviles (absolutistas), unidos ambos por su oposición a Napoleón I, acuerdan finalmente una monarquía constitucional que en realidad supone la ruptura con el Viejo Régimen, en la que la soberanía recae en la nación en detrimento del rey, se suprimen los diezmos, la Inquisición queda abolida, se implanta la separación de poderes y se reconoce la libertad de expresión, entre otros principios.
Dos años duró el Nuevo Régimen constitucionalista hasta que, obligado por la sangría bélica, Napoléon negocia con Fernando VII una solución que le devuelve la corona en 1814.
Al regresar a España, el rey deroga la Constitución y se parapeta en un nuevo absolutismo con el que intenta silenciar toda discrepancia en su reinado. Los acontecimientos se precipitan a velocidad de vértigo en unos años que conocerán hasta cinco constituciones distintas. La misma Constitución de 1812 recuperaría su vigencia en dos periodos más: en 1820-23 (Trienio liberal) y en 1836-37.
No habiendo tenido hijos varones, Fernando VII nombra heredera al trono a su hija Isabel II, para lo cual deroga la Ley Sálica. Se repite, una vez más, un problema sucesorio que determina el acontecer histórico del país. Los partidarios de Carlos María de Isidro, hermano del rey, se enfrentan con los de Isabel y desatan las guerras carlistas en España. Al morir el rey y siendo menor de edad Isabel, las riendas del reino quedan en manos de la regente María Cristina, quien busca apoyos en la burguesía liberal para defender su gobierno. Es una época convulsa en la que el liberalismo se escinde en dos ramas, moderados y progresistas, que responden a la división interna de la propia burguesía. No obstante, el moderantismo conservaría el poder durante la mayor parte del reinado de Isabel II, hasta que, forzada al exilio, España se sume en una dinámica de inestabilidad en la que se producirán revoluciones, golpes de estado, la fugaz dinastía de Saboya -el rey importado de Italia-, la proclamación de la I República, el reinado de Alfonso XIII, la II República, la Guerra Civil, la dictadura de Franco y el actual momento de esplendor democrático que, bajo una monarquía constitucional, se disfruta en el país. Quiere decirse que, en una imagen apresurada, la noria de la historia ha girado frenéticamente hasta encontrar el equilibrio de paz y prosperidad en otro ensayo de monarquía constitucional como aquel que la Constitución quiso establecer en 1812.