Hay personas que nacen con estrella y otros que nacemos estrellados, hay figuras públicas que suscitan el aplauso de sus audiencias independientemente de la bondad o eficiencia de sus actos y otras que sufren los ataques más crueles a pesar de sus buenas intenciones, porque, lo miremos por donde lo miremos, la popularidad es un estado de ánimo y no tanto fruto de nuestros actos.
Barack Obama lleva 101 días como Presidente de los Estados Unidos y en dicho tiempo no ha perdido ni un ápice de la popularidad que cosechó durante su campaña electoral, aunque la situación que se encontró al llegar al poder en poco ha cambiado.
Bien es cierto, y justo es reconocerlo, que Obama ha ido cumpliendo con las promesas más mediáticas de su campaña como, por supuesto, la clausura de Guantánamo o la apertura de los viajes a la isla de Cuba, aunque también es cierto que nada ha aportado a la situación económica actual.
Sus medidas contra la crisis se están limitando a la repetición casi milimétrica de las enseñanzas de Keynes, ya utilizadas para sacar a Estados Unidos de la Gran Depresión de los años 30 del siglo pasado, y, al menos de momento, no están dando sus frutos.
Obama vive, por ahora, de lo que se sigue esperando de él, y de los pasos que ha ido dando, todos ellos bien orientados y con un marcado carácter social, muy bien recibido por sus votantes. Ahora bien, a partir de hoy, a partir de su día 101 en el poder es cuando tendrá que demostrar que sus ideas son algo más que pura retórica y pueden ayudar a su país a salir del pozo en el que se encuentra metido, y, con ello, ayudar a la recuperación de las finanzas mundiales.
Se demuestra, por tanto, que Obama, sin haber acometido ninguna reforma de altura, sigue gozando de una excelente popularidad porque ha sabido insuflar un halo de optimismo a su personalidad, al que nadie es ajeno, gracias a su excelente oratoria y a su discurso atractivo.