Tierra y libertad
Con el verano vienen de nuevo actos reivindicativos y ocupaciones de fincas por trabajadores del campo andaluz. Los fariseos de siempre podrán volver a rasgarse las vestiduras y a condenarlos sin considerar el hecho principal que hay detrás de ellos: en Andalucía hay miles de hectáreas de tierra y de fincas sin cultivar al mismo tiempo que un 45% de desempleo en la agricultura.
En contra de lo que indican ciertas caricaturas, los jornaleros andaluces no reclaman sólo ni para sí la propiedad de la tierra, conscientes de que eso no basta para que el campo proporcione riqueza.
Es verdad que la existencia de grandes propiedades ha sido un factor determinante del abandono y de la falta de explotación eficiente que durante siglos ha padecido buena parte del campo andaluz. Como también lo es ahora, cuando la política europea propicia que grandes multinacionales se apropien de docenas de miles de hectáreas, lo que no revierte ni en mayor renta para los agricultores ni en una provisión de productos más satisfactoria para la población, ni en una agricultura más eficiente o ambientalmente sostenible.
La propiedad de la tierra para quien la trabaja y para quien es capaz de poner su uso al servicio del bienestar general es un principio al que no deberíamos renunciar, por razones no solo éticas sino de eficacia y gestión. Pero también es cierto que eso no es suficiente, como no lo fue nunca, para que el campo nos dé todo lo que necesitamos de él, ingresos, seguridad alimenticia y equilibrio ambiental, sobre todo.
Algún historiador ha demostrado que ya en la primera mitad del siglo XIII se realizó una gran operación de reparto de tierras entre los repobladores de las tierras, lográndose que la inmensa mayor parte de ellos dispusiera de casi la totalidad de la tierra repartida. Pero la falta de demanda interna por escasez de rentas o de trabajadores agrarios, entre otros factores, dieron lugar algo más tarde a una venta masiva y a bajo precio de sus tierras. Así se originó paradójicamente una enorme concentración de la propiedad que se acrecentaría tras la Reconquista, con la entrega de tierras a órdenes militares, nobles y clero, o con las ocupaciones – cuya violencia no se recuerda ahora cuando se critican las simbólicas de los jornaleros – que en muchas ocasiones llevó a cabo la nobleza.
Por eso, las propuestas más recientes y avanzadas que se defienden en Andalucía y que se han materializado en proyectos como el banco de tierras, de Izquierda Unida, o del Patrimonio Agrario Andaluz, del Sindicato Andaluz de Trabajadores, van mucho más allá. No sólo apuntan a nuevas formas de empresas y propiedades colectivas sino a la necesidad de que la explotación de todo el campo andaluz se corresponda con estrategias integrales y de consolidación de un auténtico mercado interno, y con la promoción del consumo de proximidad y la agricultura ecológica.
Sin reactivar y fortalecer nuestra agricultura, sin recobrar soberanía alimentaria y sin recuperar nuestros canales de distribución será imposible que la economía andaluza se ponga en marcha.
Como también es incomprensible que estas propuestas orientadas a crear empresas agrarias y a garantizar que las actuales funcionen mejor para generar más riqueza, frente al subsidio europeo a tierras baldías, no sean apoyadas con entusiasmo por la patronal andaluza o por el Partido Popular, que tanto dicen lamentar que no haya más empresarios y emprendedores.
El Gobierno andaluz debería ponerse en marcha con urgencia para abordar este reto, al que los propios jornaleros deben hacer frente también con responsabilidad pues los discursos cavernarios o los incidentes de violencia, aunque sean de individuos incontrolados como alguno del verano pasado, no favorecen sus justas reivindicaciones.