Siempre me ha gustado el estilo de los autores clásicos que, antes de empezar a caminar por cualquier tema, puntualizaban el sentido de los términos que iban a usar. Habiendo aclarado ya el término ‘holorénica’ en líneas anteriores, comencemos con un repaso etimológico sucinto a la categoría central del presente trabajo: el respirar y una de sus maneras, la holorénica.
‘Respiración’ proviene del latín respiratione, respiratio términos que, a su vez, se originan en el latín arcaico respirare. Esta palabra fue la evolución del término aun más antiguo spirare, al que se añadió el prefijo re-. Spirare significaba tan solo ‘expirar’, y la raíz original de este camino lingÁ¼ístico fue spiri, de donde también evolucionó nuestra categoría ‘espíritu’, ‘espiritual’ y derivados. Así pues, desde un punto de vista etimológico -y fisiológico- se puede afirmar que respirar está en la raíz de espiritualidad.
A mi juicio, en la actualidad adquiere especial importancia la dimensión material que tiene tal dimensión de la espiritualidad: indica que no se trata de una fantasiosa espiritualidad desligada del esfuerzo tangible, sino de una espiritualidad mediatizada por algo material, corpóreo y adiestrable con esfuerzo. Se trata de una espiritualidad ligada y condicionada al acto de respirar. Spiri pone la sudoración y un cierto esfuerzo en el origen de la espiritualidad.
Por otro lado, el lejano sentido de nuestro término respirar, spiri, es equivalente al concepto chino del Chi, energía vital, transformado en el Ki japonés. También es equivalente al Pran: o Praná indio y al griego Pneuma. Bajo estos conceptos se entiende algo muy parecido, a pesar de las grandes diferencia culturales subyacentes. Se denota la idea de una energía o fuerza vital que anima la existencia y que es absorbible a través de la respiración.
A través de las respiraciones rápidas de resolución catártica se busca abrir y disolver los nudos o bloqueos (llámense energéticos, psicológicos o vitales) que atrapan a las personas en ciertos estadios de su evolución vital. Así, Catarsis, en griego clásico, significaba ‘limpieza’ y se puede definir como la liberación de la opresión, a menudo no consciente, que genera una emoción.
Tal presión debiera ser idealmente liberada por un estado psicológico positivo pero, en especial en nuestras sociedades, al no disponer de un marco ritualizado que nos permita el contacto regulado con los núcleos emocionales primarios, descargamos tal opresión por medio de acciones originalmente dirigidas a otros fines. De ahí, que hoy se observen experiencias de descarga emocional o ligeramente catárticas a través de conductas anómalas asociadas, por ejemplo, a radicalismos políticos, religiosos, raciales, deportivos y a comportamientos compulsivos relacionados con el consumo de drogas psicoactivas -legales o no-, sexualidad, trabajo desmesurado y demás.
Por otro lado, el quehacer humano que en otras sociedades es entendido como algo espiritual y a la vez relacionado con tener una orientación en vida cotidiana, entre nosotros está siendo ocupado por algunas psicoterapias y prácticas paralelas que, muy a menudo, no son realmente procesos terapéuticos sino solo ‘incitaciones’, como denunciaba F. Perls (PERLS, 1998). De hecho, la mayoría de psicoterapeutas negarían la vinculación de su actividad con actividades de trasfondo realmente espiritual -con excepción, tal vez, de los junguianos-, pero la verdad es que sorprende tal falta de visión ante este hecho. La mayoría de psicólogos se sienten más cerca del ámbito médico que del espiritual, pero la verdad es que la aparición de la psicología al ruedo social quitó clientes a los confesores católicos y a los sacerdotes exorcistas, no a los médicos.
Nuestro edifico espiritual se derrumbó hace ya casi dos siglos, y las psicoterapias no han conseguido tapar la enorme profundidad que tiene hoy la zanja dejada, ni sus consecuencias en forma de ansiedades y angustias, trastornos de personalidad, vidas vacías y bloqueos emocionales. Cierto es, como correrían a afirmar muchos psicoterapeutas, que la psicología no pretende sustituir la espiritualidad, aunque, como se suele decir, habría bastante que discutir sobre ello. Simplemente, repito, con el auge de la psicología no fueron los médicos quienes perdieron clientes, sino los confesores y las misas.
Tales anomalías y confusión de límites constituye la forma normal de transcurrir la vida en nuestras sociedades anómicas. Habitamos un mundo neurótico donde se sufre un grado mayor o menor de neurosis, pero no hay otra posibilidad. Lo digo en un sentido literal, no como forma metafórica para referirme al malestar de la cultura. La polución de los ríos y del aire, las guerras familiares y estatales, los vagabundos sin techo llenando enormes barrios en medio de la opulencia desmesurada… como afirma P. ChÁ¶drÁ¶n, son los signos tradicionales de una era de oscuridad (CHÁ–DRÁ–N, 1998: 51 y ss.). Otro de los signos es que las personas están envenenadas por las dudas respecto de sí mismas, sus vidas carecen de sentido y se vuelven cobardes. Estar preocupado todo el tiempo por la autoimagen y el propio estado interno emocional o espiritual, en lugar de mirar hacia delante, es como estar ciego y sordo. Tal sin sentido generalizado, tal estado de anomia, antaño era orientado y resuelto por medio de las prácticas y creencias religiosas y hoy tratan de ocuparse de ello las terapias (y también las religiones, claro).