En un lugar de Castilla de cuyo nombre no logro, ni deseo, acordarme, no ha mucho tiempo existía un hidalgo bregador muy dado a la lectura de las novelas de ese gran entretenimiento, que algunos llaman ciencia, como es la Economía.
Ocupaba un lugar de privilegio dentro de su vasta biblioteca un libro cuyo título rezaba «La Riqueza de las Naciones», el cuál respondía a los dictados de la pluma de un hijo de la Gran Bretaña conocido como Adam Smith, y había sido editado en una época muy anterior a la de la nunca bien odiada Dama de Hierro.
Nuestro hidalgo bregador, el cuál respondía al pretencioso nombre de Divino, leía y releía las palabras que en aquél libro se decían, defendiendo que se trataba de la mejor obra literaria que había surgido en éste, nuestro planeta, siempre detrás, por supuesto, de la excelsitud plena alcanzada con la Santa Biblia, la cuál nos fue entregada pra gloria y redención de todos nosotros, hombres y mujeres, pecadores sin fin.
La extensión de las tierras que nuestro hidalgo poseía rivalizaba con el número de ceros que se añaden a las cifras presupuestadas para paliar la crisis financiera que nos asola en este principio de siglo. Pero muy a pesar de ello, nuestro loado protagonista conseguía, de una manera inextricable, acercar la productividad de tanto regalo de herencia al origen de coordenadas polares, o no.
Un día cualquiera, elegido azarosamente por el destino, valga la redundancia, un pobre campesino de nombre insignificante acudió en audiencia ante nuestro hidalgo con el objetivo de llegar a entender tanta calamidad económica:
– ¡Oh, gran maestro de la frugalidad! Confío en que sepa perdonar mi osadía y en no crearle ningún tono de desasosiego, nada más lejos de mi intención, pero una pregunta asalta mi mente desde el mismo instante en el que el Ser Supremo dispuso colocar en mi enorme cabezota una pizca de sentido común.
– No dudes en hablar, plebeyo. No cabe duda de que lo que para ti se convierte en un auténtico reto intelectual, se reducirá a una simple trivialidad para mí culta mente.
– Ya que con tanta compasión habláis, osaré preguntar: ¿cómo es posible que no cultivéis, en absoluto, la tierra que vuestros sabios y previsores antepasados os dejaron como legado?
– Es difícil comprender si la persona que habla es la ignorancia, o ella misma disfrazada de campesino.-Mientras hablaba, nuestro hidalgo se levantó y se dirigió, con su templanza y elegancia sin igual, hacia su vasta biblioteca, regresando con el testamento postmoderno.- Te presento, amigo campesino, la obra del nuevo mesías, Sir Adam Smith. Sólo siguiendo al pie de la letra sus enseñanzas conseguiremos levantar nuestra magna patria.
– ¿Y cuáles son esas enseñanzas, mi señor?
– Todo comienza con la división del trabajo, la cuál consiste en dividir el número de propietarios entre el número de trabajos a realizar. En mis tierras el único propietario es el hijo de mi excelentísimo padre, mientras que el número de trabajos raya la incoherencia matemática. Si pertenecieras a otra clase social, y fueras, por tanto, una persona inteligente, sabrías, sin dudarlo, que esa relación se aproxima, inexorablemente, a cero. Por tanto, y sin remisión, me veo en la obligación de asegurarme de que el número de mis trabajos se aproxime, también, a ese fatídico número.
– Pero, ¿entonces la tierra nunca producirá nada?
– Haré oído sordos a esa interrupción, porque sólo perdonando los errores de nuestros seres inferiores conseguimos demostrar nuestro poder. Cuando no trabajo no lo hago por ociosidad, o por egoísmo, no, lo hago por el bien de toda mi comunidad. Me explico. Al acercar mi trabajos a cero estoy buscando mi beneficio, con lo que consigo, por tanto, que la mano invisible actúe y genere el bien común para toda la comunidad, beneficiando, a su vez, a aquellos campesinos desagradecidos que creen superar en inteligencia a un ser superior.
«Imagination is more important than knowledge» (A. Einstein)