La adhesión de los países a los tratados internacionales obliga a los Estados a asegurar, en la medida de sus posibilidades, la máxima salud posible a los ciudadanos que se encuentren en su jurisdicción, incluidos los inmigrantes. Ellos participan del derecho a la salud en los estados que los acogen, al margen de su situación administrativa.
Las enfermedades ignoran nuestras formas de dividir el mundo; todavía no hemos conseguido enseñar a virus y bacterias a leer un pasaporte. Por tanto, la monitorización y atención de la salud de la población inmigrante es una necesidad no solo para ellos, sino para el conjunto de la población. Dicha monitorización debe respetar los estándares internacionales que permitan la comparación entre países y la planificación de estrategias trasnacionales. Las políticas que homogeneizan la atención a toda la población de un país, ya sea autóctona o foránea, resultan más eficientes que la segregación de la atención en dos clases de sujetos.
Especialmente injusto es utilizar al inmigrante como chivo expiatorio de las ineficiencias de los sistemas sanitarios nacionales, más aún cuando se añaden tintes xenófobos al diferenciar entre “inmigrante bueno” de países “desarrollados”, e “inmigrante malo”. Favorecer la inmigración de jubilados y dificultar la de trabajadores jóvenes tiene un impacto directo sobre la morbilidad y la mortalidad: siete de cada diez extranjeros que fallecieron en España en 2010 había nacido en Europa, con el Reino unido (23,54% del total) y Alemania (12.7%) a la cabeza. Los fallecidos británicos son tantos como la suma de los fallecidos nacidos en todos los países de América y África juntos.
En el mismo período, la población inmigrante más sana fue la colonia peruana, con una tasa de mortalidad casi catorce veces inferior a la de los alemanes. Sin duda, la clave está en la pirámide de población de los que migran, cuya media de edad está muy por debajo de 35 años para todos los países… excepto para los desarrollados.
En un estudio sobre consumo farmacéutico en España mostró que los autóctonos gastaron más que los inmigrantes. Además, la población latinoamericana inmigrante en España dona más sus órganos que la media de sus conciudadanos: en Latinoamérica, la negativa familiar a donar los órganos tras la muerte es superior al 60% y, en España, la negativa de esos grupos es similar a la española, entre un 15 y un 16%.
La biología no entiende de política. No tiene sentido cuestionar si se debe o no atender a una parte de la población ni pretender convencer a los gérmenes que portan de que respeten las fronteras que podamos inventarnos. Pero no ha de ser este nuestro mejor argumento, sino la Declaración Universal de los Derechos Humanos. En su articulado se reconocen los derechos que hubieron de ser pisoteados para que los reconociésemos como inviolables. Inventaremos mil excusas para ignorarlos, pero jamás dejaremos de oír el abrumador silencio de aquellos a los que pudimos defender cuando callamos.
Teodoro Martínez Arán
Médico