Educar para una sexualidad responsable
Muchos jóvenes no suelen distinguir la prevención de las enfermedades de transmisión sexual y la del embarazo, asumiendo que la píldora postcoital servirá para ambos al día siguiente de la relación de riesgo. Cuando tienen un problema sexual, les gustaría acudir a sus padres… pero hablan con sus amigos.
Los jóvenes que hoy tienen 18 años empezaron a tener relaciones sexuales con penetración hacia los 15 frente a los casi 17 que declaraban hace 10 años. Hasta un 46% asegura no haber utilizado el preservativo en ninguna de sus últimas tres relaciones sexuales con penetración, a pesar de que el 70% afirma que es fácil conseguirlo.
El último informe sobre la “Salud sexual de los adolescentes españoles” no deja de golpear con datos como mazos. No menos contundente es el anuario estadístico de la “Salud del mundo de la OMS”, de 2011, en el que nos encontramos que una media del 25% de los menores de 25 años de África no sabe casi nada del VIH.
Ante estos datos, no debiera sorprendernos que en los países industrializados y en los más desfavorecidos estén repuntando enfermedades como la sífilis, tan simples de prevenir como graves para la salud. Y tampoco que los embarazos no deseados entre adolescentes sigan creciendo, con su cruel comparsa, los abortos. La pandemia VIH/SIDA sigue imparable, alimentada por la ignorancia de sus víctimas, y espoleada por arengas hipócritas. Propalar que el preservativo no es útil para prevenir el contagio del Sida y muchas de las enfermedades de transmisión sexual resulta perverso, a estas alturas del conocimiento y de la experiencia.
El instinto sexual ha sido culturizado de las más diversas maneras a lo largo de los tiempos. Este impulso biológico, íntimamente relacionado con la reproducción y con el placer, son más evidentes en la adolescencia. No deja de ser curioso que, en determinadas culturas como la nuestra, seamos precisamente los apaciguados mayores los que nos permitamos adoctrinar a los jóvenes sobre cómo deben vivir su efervescencia sexual. Y no ya curioso, sino preocupante, es que además incluyamos preceptos morales –que no éticos- en nuestras arengas, los cuales, en lugar de lograr la pretendida inhibición de conductas ‘dañinas’, no consiguen más que abocarlas a la clandestinidad , a la inseguridad y al desasosiego. No hablemos ya si la “formación” viene dictada por quienes sostienen que el celibato es más perfecto que la relación de pareja.
¿En qué estamos fallando? Tenemos más campañas de educación sexual, en las que los jóvenes dicen haber participado y que juzgan útiles. La información fluye por la red, los conocimientos están más a su alcance que nunca. Pero los jóvenes demandan que se les enseñe una auténtica sexualidad, en su dimensión global, humana, afectiva, social, que les permita integrarla en sus vidas.
Es necesario llamar a las cosas por su nombre y conciliar el sentir de la naturaleza con el principio ético de no hacer daño a otro. Esa comunicación a través de lo emocional, gestionar los sentimientos, y tratar de un tema tan natural como responsable y gozoso no puede conducir a represiones ni a sentimientos de culpa innecesarios. Muchas veces encargan a mentes deformadas por tabúes y prejuicios la responsabilidad de informar sobre ese aspecto esencial de la vida.
Quizá lo más conveniente sea pasar del monólogo al diálogo. Abandonar sermones, e intentar comprender las necesidades de los jóvenes en la actualidad, que no es ni será la que fue para nosotros. Recuperar la distinción fundamental entre ética y moral: una, fruto de la reflexión filosófica y por ende racional; otra, dogmática y excluyente, particular y voluble.
“Los jóvenes de hoy aman el lujo, tienen manías y desprecian la autoridad; no respetan a sus padres, cruzan las piernas y tiranizan a sus maestros», decía un sabio griego con un mal día. Es demasiado fácil caer en generalizaciones como ésta. El ansia de saber de los jóvenes no es menor que la de los adultos; pero sus objetos de curiosidad son los propios de su edad, ni mejores ni peores que los nuestros. Como señala el informe, les gustaría que sus maestros fueran sus padres, y no sus amigos. No les defraudemos, porque tienen derecho a la búsqueda de la felicidad.
Teodoro Martínez Arán
Médico