La clave para transformar la oligocracia en democracia reside en lograr una eficaz separación de todos los poderes, especialmente del económico.
La democracia es mucho más que depositar una papeleta en una urna cada X años. El sufragio universal es uno de los pilares de la democracia. Pero, al margen de otras cuestiones nada desdeñables (en España, por ejemplo, no se cumple el principio elemental «un hombre, un voto», pues el voto no vale igual dependiendo de la provincia desde la que se vote y del partido al que se vote), el sufragio universal sirve de bien poco si se tiene poco donde elegir y si, sea cual sea la opción ganadora, la política aplicada (sobre todo en lo económico, es decir, en lo más importante) es casi la misma. De poco sirve elegir a nuestros gobernantes si éstos no responden ante la ciudadanía. Y la forma de lograr que respondan es mediante ciertos mecanismos legales concretos que les obliguen a responder. Dichos mecanismos son esencialmente: el referéndum revocatorio, el mandato imperativo y la separación de poderes. Nadie responde si no es controlado por otros. Pero esos otros deben ser, como mínimo, independientes, y si es posible, los propios interesados en que responda. Quienes gestionan deben ser controlados por quienes son gestionados. Los gobiernos deben ser, además de elegidos, controlados por el pueblo. La democracia no sólo consiste en elegir al gobierno sino también, y sobre todo, en que éste responda ante quienes le eligieron, ante la ciudadanía en general. Elemental, ¿no? Pues bien, esto que es tan básico y sencillo de comprender no se cumple en nuestras actuales «democracias». El ABC de la democracia no se cumple en las «democracias» capitalistas contemporáneas.
El referéndum revocatorio (que, por supuesto, como todo referéndum, debe ser vinculante) posibilita que el pueblo quite del gobierno a cierto político que no le satisface sin esperar a las próximas elecciones, impidiéndole así que siga gobernando en su contra. A partir de cierto número de firmas el gobierno está obligado a convocar un referéndum para que el pueblo decida directamente si sigue gobernando o no. Así ocurrió, por ejemplo, en el referéndum al que se sometió Hugo Chávez en Venezuela en 2004. La oposición consiguió reunir el número suficiente de firmas para realizar dicho referéndum. El propio Hugo Chávez impulsó las reformas constitucionales que permitían, bajo ciertas condiciones, que el pueblo decidiera mediante referendo la destitución o continuación de cualquier cargo público elegido democráticamente. El resultado de dicho referéndum, como es bien sabido, fue favorable a Chávez que continuó su mandato. En España no existe el referéndum revocatorio. De hecho, aquí ni siquiera los referendos son vinculantes (salvo para ciertos casos muy especiales contemplados en la Constitución), son meramente consultivos. El gobierno no está obligado a hacer lo que el pueblo decida en referéndum (aunque no hacerlo pudiera suponer un alto coste electoral). Con la figura del referéndum revocatorio (por supuesto, vinculante), por ejemplo, se hubiera evitado la intervención de España en la guerra de Irak. Si existiera en las principales democracias del mundo, probablemente (sobre todo si esta medida se viera acompañada de otras, como la separación del poder de la prensa respecto del económico), la guerra se convertiría en un mal recuerdo. La mayor parte de la gente está normalmente en contra de las guerras.
Mediante el mandato imperativo se fuerza a los representantes elegidos por el pueblo a cumplir o a defender sus programas políticos. El pueblo elige a sus representantes en base a ciertos programas. El mandato imperativo les obliga a cumplirlos, es decir, a ser fieles al mandato del pueblo, de los votantes. El gobernante tiene cierto margen de maniobra en cuanto a los detalles de implementación pero no en cuanto a las líneas generales de su política. De esta manera, el programa de cualquier partido político se convertiría en un contrato entre éste y el pueblo, más en concreto entre los representantes elegidos y sus votantes. Un contrato de obligado cumplimiento. De esta manera, los incumplimientos programáticos, a la orden del día en nuestras «democracias» actuales, pasarían al baúl de los recuerdos. La democracia recobraría su verdadero sentido pues sirve de poco elegir a cierto gobernante en base a su programa si éste luego se convierte casi siempre en papel mojado. En España la Constitución actual prohíbe el mandato imperativo expresamente en su artículo 67. Aunque los diputados y senadores se someten a la disciplina del partido al que pertenecen. En nuestra «democracia» el mandato imperativo no se aplica con respecto al mandato del pueblo pero sí, de facto, con respecto al mandato de los partidos, convirtiendo así la democracia en partitocracia. De lo que se trata es de aplicar el mandato imperativo para que los representantes elegidos hagan lo que sus votantes les han pedido mediante votación. Se trata de redirigir el mandato imperativo (de facto) para con los partidos hacia los votantes. Los diputados y senadores se deben sobre todo a sus votantes y no tanto a sus partidos. Dicho de otra forma, al obligar a los partidos a ser fieles al mandato de sus votantes, la disciplina del partido se transforma en fidelidad a los votantes, que es de lo que se trata, incluso ésta última se sitúa por encima de aquella.
Con el mandato imperativo se evitaría el transfuguismo y la traición de los partidos a sus votantes (tan habituales ambos), evitando o minimizando los posibles problemas de conciencia de cualquier diputado o senador. Cualquier representante electo sabe a qué atenerse en base al programa, y si surge cualquier cuestión que su conciencia le impide defender, con tal de no atentar contra el programa, siempre podrá agarrarse a su derecho de voto independiente en base a su conciencia. El mandato imperativo debe aplicarse para aquellas cuestiones que estén claramente expuestas en los programas políticos. Para lo cual, podría incluso legislarse para que éstos contemplaran obligatoriamente ciertas cuestiones, para que siguieran cierto modelo, respetando siempre los derechos humanos (en una democracia todo partido político debe obligatoriamente respetar los más elementales derechos humanos). Sin embargo, si cierto representante alega que no puede defender ciertas cuestiones contempladas en el programa por el que se presentó, entonces no tiene más remedio que abandonar el cargo, pues el pueblo le designó en base a cierto contrato que él aceptó y ahora se niega a cumplir. Si un político incumple el programa en base al que ha sido elegido, debe dimitir de su cargo. En esto consiste básicamente el mandato imperativo. En la obligación de ceñirse al mandato de los votantes. Los votantes son los que mandan, en última instancia. El mandato imperativo contribuye notablemente a devolver en la práctica el poder al pueblo. Con el mandato imperativo la democracia teórica da un gran paso hacia la democracia práctica, la democracia potencial se torna casi real.
De esta manera, el sufragio universal vuelve a servir para algo, el voto de los ciudadanos vuelve a tener un valor, el programa político recobra el protagonismo perdido, la democracia vuelve a ser democracia. La gente vota actualmente en base a ciertas promesas electorales, que luego, tarde o pronto, son muchas veces incumplidas, en base a la tradición ideológica (lo cual es irrisorio puesto que los grandes partidos, especialmente los dos principales, hace tiempo que no saben casi lo que es ideología, ambos defienden en esencia las mismas «ideas», es decir, el pensamiento único impuesto por la oligarquía), y sobre todo para que no gane el otro partido del bipartidismo estático o porque tal o cual dirigente cae simpático. Un político que se precie, que aspire al poder, necesita un buen asesor de imagen. La política actual, como la sociedad entera, es casi sólo imagen. Como decía, la gente vota actualmente sin mucha convicción, sin suficiente información (lo cual es en parte lógico puesto que el programa se suele convertir en papel mojado), de forma poco seria, superficial, con cada vez menos fe y más por inercia que por otra cosa. Hay que romper esa inercia y empezar a usar el derecho al voto con responsabilidad e inteligencia. Seguir votando a lo mismo sólo produce más de lo mismo, es decir, inmovilismo, justo lo contrario de lo que necesitamos. Como decía Einstein: Si buscas resultados distintos, no hagas siempre lo mismo.
Si deseamos forzar cambios, debemos a toda costa, por lo menos, dejar de fomentar el inmovilismo. Y caer en la trampa del bipartidismo es la mejor manera de asentar el inmovilismo. La «democracia» bipartidista es la mejor garantía para la oligarquía, el verdadero gobierno en la sombra, de que las cosas seguirán igual (o peor para el pueblo). No hay más que ver las medidas que ha tomado el gobierno «socialista» español para «combatir» la crisis actual. Al conformarnos con la menos mala de las dos únicas opciones con posibilidades reales de gobernar, al sucumbir ante el bipartidismo, perpetuamos la situación, renunciamos a los cambios profundos, que son los que se necesitan. La experiencia nos ha demostrado, además, que, en el fondo, salvo en algunas cuestiones muy puntuales (como con respecto al matrimonio entre personas del mismo sexo o al aborto), en la política económica no hay prácticamente diferencias entre la derecha y la supuesta izquierda, entre la derecha oficial y la no oficial, entre el lobo y el lobo vestido de oveja. Es más, incluso a veces es peor para los trabajadores un supuesto gobierno de izquierdas. No hay más que recordar que los mayores retrocesos en derechos laborales se han producido en España en los últimos años con gobiernos de «izquierdas». No hay más que recordar que el gobierno de Zapatero ha planteado el mayor recorte social en nuestra joven «democracia». Debemos darnos cuenta de una puñetera vez que el bipartidismo es una trampa para perpetuar el inmovilismo. La experiencia nos lo ha demostrado sobradamente.
Aprendamos de nuestros errores. Cambiemos nuestra forma de votar. El poco margen de maniobra que tenemos en estas escasas y simbólicas democracias debemos usarlo en nuestro interés. Y debemos ser conscientes de que de lo que se trata es de cambiar el sistema. Debemos redirigir nuestra impotencia, nuestro desengaño, nuestro enfado, hacia la tarea de transformar el sistema. Si nos limitamos a quejarnos y a esconder la cabeza, a retirarnos de la batalla política, no hacemos más que contribuir a que las cosas sigan igual o peor, lo cual, tarde o pronto, nos afectará. No podemos ser apolíticos porque la política, queramos o no, nos afecta siempre, más o menos, pero siempre. Debemos luchar por cambiar el sistema. Y, como ciudadanos, tenemos cierto (aunque poco) margen de maniobra que debemos explotar al máximo. El voto más útil no es el que perpetúa el bipartidismo, sino, por el contrario, el que lo combate. El voto más útil (mejor dicho, el uso del derecho al voto más útil) es el que contribuye a los cambios sistémicos. Y en este sentido, la abstención es incluso más útil que el voto a cualquiera de las dos facciones del partido único de la oligarquía. Y si votamos a alguna agrupación que apueste decididamente por el cambio sistémico, entonces nuestro voto es el más útil de todos los posibles, en las condiciones actuales. La prioridad debe ser el cambio del sistema. No debemos conformarnos con lo menos malo, debemos aspirar a algo mucho mejor. A cuanto más aspiremos, mejor. Si nos conformamos, no podremos evitar las involuciones. Como, de hecho, así ha sido.
El mandato imperativo podría provocar, al poco tiempo, una auténtica regeneración democrática. El electorado, probablemente, volvería a votar con seriedad, con ilusión. Es lógico que en la actualidad la ciudadanía tenga cada vez menos ganas a la hora de votar. La experiencia le ha demostrado que el sufragio universal, de facto, sirve de poco. Lo que no es lógico es que los ciudadanos no empiecen a cambiar su forma de votar. Debemos empezar a votar a otras opciones, a las que apuesten por cambios democráticos profundos, o, si no las encontramos, a practicar la abstención, como forma de denuncia, para por lo menos no realimentar a esta farsa democrática actual. Remito al capítulo «Por la democracia, abstención» de mi libro «Rumbo a la democracia».
Pero, si con el referéndum revocatorio y el mandato imperativo la democracia ya mejoraría notablemente, sin una eficaz separación de poderes la democracia seguiría tocada de muerte. La democracia, el poder del pueblo, busca distribuir el poder. Democracia equivale a distribución del poder. Cuanto más distribuido está el poder, más y mejor democracia tenemos. El desarrollo de la democracia debe tener como objetivo prioritario distribuir el poder todo lo posible. Y para ello es primordial la descentralización geográfica del poder. Descentralización que debe posibilitar el desarrollo de la democracia directa en los ámbitos locales. Pero aunque se logre distribuir en cierta medida importante el poder, éste nunca podrá estar absolutamente distribuido entre todos los miembros de la sociedad. O dicho de otra forma, aunque se logre desarrollar la democracia directa en los ámbitos más locales, seguirá siendo necesaria la democracia representativa (ampliada y mejorada, evolucionada hacia una democracia participativa) en los ámbitos menos locales, o para las políticas que afecten a toda una nación o conjunto de naciones. Es decir, seguirán siendo necesarias ciertas instituciones a mayor escala que las locales. Y dichas instituciones deben funcionar en base a la democracia representativa y participativa (por ahora, no parece factible la democracia directa para grandes grupos de personas, aunque quizás mediante la tecnología algún día sí sea posible).
Aunque se logren desarrollar instituciones locales que funcionen de forma plenamente democrática, con el protagonismo directo de los ciudadanos, se necesitará cierta coordinación entre las mismas y entre ellas y las instituciones estatales. Incluso en la democracia directa, aunque logremos la autogestión, ciertas personas deberán ejercer el poder delegado por los ciudadanos, por las asambleas populares. Con el referéndum revocatorio y el mandato imperativo se impide que quienes ejerzan dicho poder se desmadren. Pero los distintos poderes, los distintos estamentos de la sociedad que ejercen cierto poder (sean cuáles sean éstos, sea cual sea la escala espacial considerada, sea cual sea el tiempo durante el que se ejerza cualquier poder, sea cual sea la cuantía de dicho poder) deberán estar suficientemente separados para que se controlen mutuamente. Incluso aunque en ciertos modelos de democracia pudieran fusionarse el poder legislativo y el ejecutivo (lo cual ya es de por sí muy discutible), en cualquier ámbito (del más local al más global) siempre deberá existir alguna asamblea que tome decisiones (llámese parlamento o soviet o consejo o comuna o …), algunas personas que deban ejecutar dichas decisiones (llámense gobernantes o representantes o delegados o voceros o administradores o …), un poder judicial que deba aplicar las leyes, una prensa. Sin olvidar nunca la importancia de la economía, el motor de la sociedad. En las oligocracias actuales el verdadero poder en la sombra es el poder económico. La oligarquía es el dueño de la sociedad capitalista actual.
Se podrá discutir qué poderes existen en la sociedad en determinado momento, la forma que adoptan los mismos, en qué escalas espacial y temporal se aplican, pero la idea de la separación de poderes seguirá vigente. Para que los distintos poderes puedan controlarse mutuamente, deben ser imperiosamente independientes. Cuanto más independientes sean los distintos poderes, cuanto más separados estén, más probabilidad de que se controlen mutuamente de forma eficaz y verdadera. Mientras existan distintos poderes que influyan notablemente en el funcionamiento de la sociedad, la idea de Montesquieu seguirá siendo válida. Mientras el poder, aunque se logre distribuirlo en gran medida, esté agregado en ciertos organismos o personas, mientras esté más o menos concentrado en ciertas partes de la sociedad, deberá establecerse mecanismos concretos que posibiliten que dichos poderes, además de responder ante la ciudadanía, puedan controlarse mutuamente. Lo ideal sería que el propio pueblo los controlara directamente y en este sentido debe avanzarse también. Pero no puede pretenderse que los ciudadanos dediquen mucho tiempo a ejercer dicho control. Esto equivaldría casi a eliminar la profesión de la política. Gobernar la sociedad es algo muy complejo (aunque tal vez no tanto como las élites que nos gobiernan nos dicen) y requiere mucho tiempo. No puede pretenderse que un trabajador, tras una larga jornada laboral (aunque en una auténtica democracia ésta tendería a disminuir notablemente), se dedique suficientemente a la política, tenga la mínima dedicación necesaria.
Hay que intentar tender a la situación en que los ciudadanos se impliquen lo máximo posible en los asuntos públicos, en la política, pero hay que tener en cuenta las limitaciones. Los ciudadanos no pueden, ni probablemente quieren, dedicar su tiempo libre en exceso a los asuntos públicos. Esto es en parte lógico. Sobrevivir ya consume mucho tiempo. Y el tiempo libre está para disfrutar de la vida. Aunque también es cierto que las nuevas tecnologías, como Internet, permitirían usar el tiempo de forma más eficiente. Los ciudadanos podrían participar mucho más en el control de los asuntos públicos sin perder demasiado tiempo. Se puede discutir si en determinado momento será posible que el pueblo ejerza directamente el control o no, pero lo que es indiscutible es que actualmente esto no se produce, ni podrá producirse a corto plazo. Además de medios técnicos, que actualmente quizás ya se den, sobre todo hace falta un cambio de mentalidad de la mayoría de los ciudadanos. Y esto no podrá producirse de la noche a la mañana. Ahora bien, que no pueda producirse ya no significa que no pueda producirse en determinado momento. Las experiencias históricas recientes y las presentes son bastante esperanzadoras (en cuanto a las posibilidades técnicas de un sistema nuevo, otra cuestión es la posibilidad de implementarlo, o de intentarlo, frente a la oposición de la oligarquía). Existen muchas posibilidades técnicas viables, a corto, a medio y a largo plazo. De lo que se trata es de poder implementarlas, de tener la suficiente libertad para conocer todo tipo de ideas y poder probarlas, se necesita cierta infraestructura política que permita experimentos sociales suficientes, es decir, se necesita una democracia mínima, para lo cual se necesitará una tenaz lucha activa contra las élites que controlan las actuales oligocracias, se necesitará una iniciativa continua de las clases populares.
Se necesitará, en suma, ganar la lucha de clases contra el capital. Lucha que actualmente está siendo ganada por éste ultimo. Los ciudadanos, los trabajadores, los pensionistas, los jóvenes, todos, casi todos, necesitamos imperiosamente defendernos y contraatacar. Hay que invertir la tendencia. De la involución democrática debemos pasar a la revolución democrática, al impulso de la democracia, a su desarrollo. Hay que iniciar el camino que permita llegar a la situación ideal en que el pueblo participe lo máximo posible en la política, pero mientras llegamos a dicha situación futura hay que trabajar ya con las condiciones actuales. Sólo podremos llegar a ese posible futuro si consideramos el presente y si nos empeñamos en transformarlo progresivamente. Necesitamos ser a la vez realistas e idealistas. Realistas para tener en cuenta la situación actual. Idealistas para aspirar a una nueva realidad, para tender hacia un sistema ideal. Aunque sepamos que nunca podrá alcanzarse la perfección, debemos aspirar a acercarnos a ella todo lo posible, y en la actualidad aún estamos muy lejos de ella. Es más, estamos incluso alejándonos de ella. Es más, estamos en un momento histórico crítico en que podemos incluso autodestruirnos. Ya no se trata sólo de luchar por un sistema más libre y justo, más digno, más lógico, sino por la propia supervivencia de la humanidad. El sistema actual está degenerando a pasos agigantados y la combinación entre el desarrollo científico y tecnológico y el subdesarrollo político, económico y social, es muy peligrosa. El futuro de la humanidad debe estar en manos de toda ella y no en manos de unas élites irresponsables, egoístas y cortas de miras. Y la única manera de que el futuro dependa de toda ella es desarrollando la democracia, distribuyendo la responsabilidad, el poder.
Por ahora, hay que centrarse en desarrollar la democracia representativa, sin perder de vista que la evolución continua de la democracia nos puede conducir a la democracia participativa y a la democracia directa. Los tres tipos de democracia pueden incluso complementarse en distintos ámbitos de la sociedad. No son mutuamente excluyentes, al contrario. Partamos de la democracia representativa, ampliémosla y mejorémosla (aún tiene mucho margen de mejora, en primer lugar tengamos en cuenta sus postulados teóricos y apliquémoslos), y ya veremos donde llegamos. Remito al capítulo «El desarrollo de la democracia» del libro «Rumbo a la democracia» donde hablo sobre todas estas cuestiones con mucha más profundidad. Lo más importante es iniciar una dinámica de desarrollo continuo de la democracia partiendo de las condiciones actuales. Hay que desarrollar en primer lugar lademocracia representativa hacia una democracia verdaderamente representativa, mejorando la representatividad, ampliando y mejorando la participación popular, sobre todo el control de los representantes elegidos. Lo primero, que no lo último, es corregir los graves defectos de las escasas democracias representativas actuales. Y entre dichos defectos, la falta de separación de poderes debe ser una de las prioridades, puesto que es la principal causa de que la democracia degenere en plutocracia. La reforma de la ley electoral (para que sea verdaderamente proporcional, para que todos los votos valgan igual), el mandato imperativo, el referéndum revocatorio (junto con el hecho de que todo referéndum sea siempre vinculante), la realización del referéndum para que el pueblo elija, por fin, entre República y Monarquía, y muy especialmente la separación de poderes, deben ser las principales medidas a tomar a corto plazo para el desarrollo democrático en nuestro país.
Por estas medidas sencillas y concretas es por donde hay que comenzar a corto plazo para cambiar el sistema, sin perder nunca de vista los objetivos a largo plazo, sin detenernos nunca en el camino. Pero lo primero, insisto, es empezar a andar, para lo cual es imperativo saber hacia donde ir, fijándose primero objetivos realistas al más corto plazo, para, una vez conquistados, fijarse nuevos objetivos. El desarrollo de la democracia debe realimentarse a sí mismo. Lo más esencial es establecer la infraestructura necesaria para que sigamos siempre caminando, acelerando la marcha cuando sea posible. Y en dicha infraestructura la separación de poderes, la liberación de los poderes político, judicial y de la prensa, respecto del poder económico, es cuestión de vida o muerte para el desarrollo de la democracia. La implementación de la separación de poderes supone quitar los obstáculos del camino. Además de enfrentarnos a la nueva ofensiva del capital, mediante la movilización obrera, debemos empezar también a movilizarnos para transformar el sistema político. La lucha política debe complementarse a la lucha sindical. Además de defendernos, debemos pasar al ataque. Y el ataque (mediante métodos pacíficos de presión) tiene como meta la conquista de la verdadera democracia. Con verdadera democracia, se dispararán las probabilidades de que los problemas que nos afectan se solucionen. Cuando el pueblo ostente el poder, mejorará notablemente sus condiciones de vida. La causa técnica última de la ofensiva neoliberal que sufrimos a raíz de la presente crisis, incluso de la misma crisis, en general de los grandes males crónicos de nuestra sociedad, es la falta de auténtica democracia.
Si queremos resolver los grandes problemas que nos afectan debemos cambiar el sistema.
La clave para arreglar las cosas, para cambiar el mundo, reside en una palabra: democracia. La receta puede sintetizarse en una sola palabra: DEMOCRACIA, con mayúsculas. Y dicha receta en nuestro país toma la forma de Tercera República. Sólo es posible el desarrollo de la democracia bajo la forma republicana. La monarquía, y no sólo por definición, sino que también por sus prácticas habituales (como la censura sistemática o la opacidad), es antidemocrática, constriñe el desarrollo de la democracia. La democracia no puede desarrollarse plenamente cuando el jefe de Estado es elegido por la gracia divina, cuando existen temas tabús, cuando el máximo responsable del Estado está por encima de la ley, cuando, para blindarlo, la prensa se autocensura. La democracia debe desarrollarse sin corsés, debe extenderse a todos los ámbitos de la sociedad, desde el más global al más local. Todo cargo público con cierta responsabilidad debe ser elegido por el pueblo. La monarquía es un anacronismo histórico que ya va siendo hora de erradicar. Democráticamente, mediante un referéndum en el que el pueblo pueda conocer los argumentos de todas las opciones en igualdad de condiciones. Cuanto más participe el pueblo en la construcción de un nuevo sistema, mejor. La democracia debe alcanzarse, a su vez, democráticamente. Para conquistarla debemos practicarla. Al practicarla, la construimos, la realimentamos, la expandimos. Pero cuidado, tampoco vale cualquier república. La forma republicana posibilita el desarrollo de la democracia, pero no lo garantiza. Es condición necesaria pero no suficiente. Basta contemplar a las «repúblicas» de nuestro alrededor para comprobar que una república convertida en una pseudo-monarquía donde su «rey» es elegido cada X años es insuficiente. Debe ser una verdadera cosa pública. Un Estado que establezca unas normas verdaderamente democráticas, que garantice la pluralidad, la igualdad, la libertad, que sea construido con el protagonismo de los ciudadanos, que posibilite el desarrollo continuo de la democracia, es decir, de la propia república y que, como máxima prioridad, implemente una verdadera separación de poderes. Remito a mi libro «La causa republicana». España puede tener un papel muy importante en el desarrollo de la democracia en Europa y en el mundo.
En espera de que pueda alcanzarse la situación en que el pueblo controle directamente a los poderes, si es que se alcanza, y simultáneamente al desarrollo democrático que incremente en todo lo posible el control directo del pueblo, los poderes emanados del pueblo deben, además, controlarse mutuamente, para lo cual deben ser independientes. En el mencionado libro «Rumbo a la democracia» explico varias medidas concretas, además de las expuestas en el presente artículo, que posibilitarían un control más directo del pueblo, además de una mayor separación de poderes. No es incompatible una mayor separación de poderes y trabajar para que el pueblo ejerza cada vez mayor control. De hecho, la separación de poderes real y efectiva ayuda a que el pueblo logre el control.El desarrollo de la democracia implica, entre otras muchas cosas, lograr una eficaz separación de poderes, además de incrementar y mejorar la participación ciudadana en los asuntos públicos. El desarrollo de la democracia liberal, actualmente estancado, incluso en retroceso, puede conducir a la auténtica democracia. Esto es lo que intentó Allende en Chile en los años 70 del siglo pasado. Esto es lo que parece que se está intentando actualmente en Venezuela, Ecuador o Bolivia.
El concepto de la separación de poderes, además de aplicarse en la práctica (lo cual no se hace en nuestras actuales «democracias»), debe también evolucionar en el campo de la teoría. En particular, además de considerarlo para la tríada para la cual fue planteado originalmente por Montesquieu, es decir, para los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, debe considerarse también para el poder de la prensa y sobre todo para el poder económico. En general, debe aplicarse para todos los poderes. Mención aparte merece la imprescindible separación Iglesia-Estado, asignatura aún pendiente en la joven «democracia» española.
Sin una prensa libre no es posible una democracia sana. Y sin una prensa independiente no es posible una prensa libre
, como los hechos han demostrado sobradamente, como el sentido común nos dice. Remito a mi artículo «La libertad de prensa». Es imperativo conseguir una prensa libre para lograr una sociedad libre. No es posible una sociedad libre si las ideas (todas, de cualquier signo, independientemente de si son minoritarias o mayoritarias) no fluyen libremente por la sociedad. La crítica realimenta a la democracia y a la libertad. Para seguir avanzando, la democracia necesita su permanente cuestionamiento. Sin la crítica profunda, sistémica, el sistema se estanca e incluso involuciona. La libertad de expresión y de pensamiento se realimentan mutuamente. Expresamos lo que pensamos y pensamos en base a lo que otros expresan. Las ideas no parten de cero. Las ideas propias, la mayor parte de las veces, son ideas ajenas elaboradas, procesadas, desarrolladas, ampliadas, mejoradas, corregidas, retocadas por uno mismo. Sólo es posible acercarse a la verdad si podemos contrastar en igualdad de condiciones entre todo tipo de ideas, de informaciones. De la separación del poder de la prensa (del cuarto poder) respecto del resto de poderes, es decir, del poder político, del poder judicial y sobre todo del poder económico, depende la salud mental de la sociedad en conjunto, la libertad de los ciudadanos.
Si queremos transformar las actuales oligocracias en democracias debemos imperativamente lograr la separación de todos los poderes respecto del poder económico.
La oligocracia existe porque el poder económico controla al resto de poderes, de manera más o menos directa. Al político y a la prensa de manera directa. Al poder judicial de forma más o menos indirecta, sobre todo a través del poder político. Sin este control, la oligarquía, con el tiempo (probablemente no mucho), desaparecerá. Además de ciertas medidas puntuales que pueden limitar el dominio del poder económico, se necesita atacar a la raíz del problema. Los parches, aunque pueden ayudar, no solucionan el problema. Si queremos erradicar la oligocracia, debemos lograr la separación de poderes. Debemos sobre todo separar al poder económico, la madre de todos los poderes. Y para ello, lo primero consiste en analizar cómo dependen el resto de poderes del poder económico para cortar las ataduras que hacen que éste sea el auténtico gobierno de la sociedad en la sombra.
Por ejemplo, si evitamos que los partidos políticos sean financiados exteriormente por organismos o personas privadas (no sólo anónimas), si además racionalizamos las ayudas del Estado (que podrían limitarse exclusivamente, o casi, a desgravaciones fiscales o a la posibilidad de expresarse gratuitamente en los medios públicos de comunicación, dando opción también a otros partidos, disminuyendo la gran desproporción actual entre la ayuda a los grandes partidos y la que se da a los pequeños, combatiendo los oligopolios políticos, cuyo paradigma es el bipartidismo, en vez de realimentarlos) entonces conseguimos aumentar notablemente la independencia del poder político respecto del económico, además de incrementar la pluralidad política, en vez de disminuirla. Combatiendo el bipartidismo combatimos la partitocracia. La salud del sistema político depende de cómo se haga la financiación de los partidos. Una democracia sana es aquella en la que la pluralidad es real y suficiente, y no sólo teórica, mínima o aparente. La financiación de los partidos debe buscar, prioritariamente, el que éstos sean independientes, la austeridad, en vez del despilfarro, y la máxima transparencia.
Con la tecnología actual no es necesario el despilfarro que se hace en las campañas electorales. No hace falta ya inundar las calles de carteles con las fotos de los principales candidatos, sobradamente conocidos. Debe usarse los medios de comunicación, especialmente los públicos, para que los candidatos expliquen sus programas políticos, que es de lo que debería tratarse, para lo cual no es necesario tanto dinero. La financiación de los partidos puede y debe disminuir notablemente. Puede porque ya no es necesario, con los medios actuales, gastar tanto dinero para promocionarse. Debe porque así se fomenta la austeridad, porque así se da más protagonismo al programa, en vez de a la imagen y a toda la parafernalia de los shows mediáticos en que se han convertido las campañas electorales. Debe porque así se disminuye la dependencia de los partidos respecto del dinero, y por tanto de quienes lo poseen, de la oligarquía. Debe porque así se disminuye las posibilidades de que los partidos recurran a obtener dinero de donde sea, combatiendo así la corrupción habitual de la financiación ilícita de los partidos. Si los partidos dependen menos del dinero, el sistema político depende menos del vil metal, la democracia se vuelve más sana, menos corrupta. El dinero debe dejar de protagonizar la política. Así atacamos de raíz a la oligocracia. La oligocracia se sustenta en la imperiosa necesidad de dinero de los partidos políticos, en su obsesión por financiarse más y más. Además de impedir legalmente la financiación externa de los partidos, debemos buscar que éstos no necesiten tanto dinero. Combatiendo la necesidad de dinero de los partidos, combatimos los cimientos de la oligocracia.
Si, además de controlar la financiación de los partidos, impedimos por ley que cualquier funcionario o representante electo pueda pasarse a la empresa privada durante, como mínimo, determinado tiempo tras ejercer cualquier cargo público, entonces tocamos de muerte al clientelismo político, a esa práctica tan habitual entre los políticos de legislar o gobernar para beneficiar a sus futuras empresas (o a la clase empresarial en general) donde ejercerán cargos de responsabilidad muy bien remunerados. No puede esperarse que los gobernantes tomen medidas favorables a la clase trabajadora, a las mayorías que les votan, cuando ellos luego ejercerán de grandes ejecutivos al servicio de los empresarios, o incluso de empresarios. Todo lo contrario.
Con estas simples medidas, entre otras muchas posibles, que por supuesto aquí son sólo expuestas de forma muy sintetizada (en otros escritos míos hablo de ellas con mucho más detalle), el poder político recuperaría (o alcanzaría, según se mire) su independencia, o por lo menos daríamos un gran paso en la dirección correcta. No podemos esperar un gobierno al servicio del pueblo, partidos fieles a sus votantes, mientras el sistema político esté precisamente diseñado para justo lo contrario. Se necesita cambiar el diseño general del sistema. Un sistema globalmente podrido requiere cambios profundos, generales. No basta con podar las ramas podridas, hay que curar al mismo tronco, a las raíces. Se necesitan cambios constitucionales. Hay que cambiar las reglas del juego para que el juego sea limpio y dinámico. Para que el juego político sirva a su razón de ser: resolver los problemas de los ciudadanos, hacer que éstos tengan mejores condiciones de vida. El sistema político debe servir a los intereses generales. Pero esto no es posible si está diseñado para servir a ciertos intereses particulares. Se necesita sustituir la oligocracia por la democracia. Y para ello el poder político debe estar por encima del económico, en vez de al revés. Y para ello hay que liberar al poder político de sus ataduras con respecto al poder económico. ¡No puede tenerse un poder político por encima del económico si éste financia a aquél!
Con respecto a la prensa, podrían tomarse muchas medidas para hacerla independiente, o por lo menos para reducir su escandalosa dependencia actual. Desde la socialización de la prensa, la medida más radical pero no por sí misma exenta de riesgos y problemas, hasta la obligación impuesta a cualquier medio de comunicación de respetar escrupulosamente la libertad de expresión de sus trabajadores y de los ciudadanos que decidan publicar sus opiniones, de separar claramente la información de la opinión, de publicar en una agenda social todos los actos públicos a celebrar y celebrados de todos los signos (acordes o no con la ideología del medio de que se trate), etc., etc. Evitando la subordinación de los medios públicos al poder político, al gobierno de turno (al mismo tiempo que potenciándolos), evitando la excesiva concentración empresarial que limita la pluralidad, cuando no acaba con ella (en cualquier sector de la economía, los oligopolios y los monopolios deberían ser el enemigo a combatir), atacando a los oligopolios mediáticos que atentan contra los principios elementales de la democracia (ésta busca distribuir el poder, y no concentrarlo), se logra una prensa más libre y como consecuencia una sociedad más libre.
Aunque Internet está contribuyendo a romper el monopolio de las ideas, de las informaciones, no basta con que ahora sea más fácil, por ser menos costoso, que casi cualquiera pueda crear un diario que contrarreste a los diarios de la prensa oficial. La contrainformación ayuda a contrastar, pero los diarios de la prensa alternativa son aún poco conocidos. No se trata sólo de que el ciudadano pueda acceder, potencialmente, a todo tipo de diarios. No se trata sólo de que existan, se trata de que la ciudadanía los conozca. Aunque ahora tengamos más medios, la promoción es siempre fundamental. Y en cuanto a la promoción, los medios tradicionales juegan con ventaja. Quien más dinero tiene más puede promocionarse. La mayor parte de la gente se informa a través de unos pocos medios, de los más conocidos. Esto es así ahora y seguirá siendo así, casi con toda seguridad. Podrán cambiar los medios más leídos, más vistos u oídos, pero siempre habrá unos pocos medios que lógicamente acapararán la mayor parte de lectores, videntes u oyentes. En este sentido, también podría contribuirse, desde los medios públicos por lo menos, a promocionar medios alternativos. Esta promoción de la competencia, impuesta a los medios (por lo menos a los públicos, pero también incluso a todos ellos), contribuiría notablemente a mejorar la prensa en general. Con una competencia más igualitaria entre los medios, éstos se espabilarían para captar a los usuarios. Si el ciudadano puede acceder fácilmente a la competencia (a más competencia, a todo tipo de medios, no sólo a los más conocidos o a los que tienen una filosofía de funcionamiento parecida) y en ésta accede a informaciones que no aparecen en su medio habitual, indudablemente, esto contribuye a que los medios se esfuercen por informar más y mejor. El ciudadano debe poder acceder fácilmente a todos los medios de comunicación existentes, para lo cual debe poder saber de su existencia.
Se trata, por tanto, de posibilitar que el ciudadano conozca todos los medios de comunicación, pero también de que sea cual sea el medio al que acuda, tenga garantizado su derecho a una información veraz y objetiva, su derecho a conocer lo que ocurre en el mundo, en su país y en su ciudad. En una democracia se debe tender hacia la igualdad de oportunidades. Y ésta debe aplicarse también a la opinión y a la información. La forma más segura de garantizar el derecho inalienable a la información y el acceso a todo tipo de ideas, es regulando escrupulosamente el sector de la prensa. El ciudadano es libre de elegir el medio que más le guste, que más concuerde con sus ideas (cuya línea editorial promocione la opinión que más le guste), pero debe tener las mínimas garantías de acceso a cierta información objetiva, independientemente del medio. Cualquiera tiene derecho, por ejemplo, a conocer la existencia de cualquier manifestación ciudadana, sea cual sea su signo. Si todas las manifestaciones pudieran ser conocidas (antes y después de producirse), sino en igualdad de condiciones, por lo menos mínimamente conocidas, entonces la democracia también avanzaría algo. Las ideas crecen o se hacen mayoritarias cuando tienen opciones. En una democracia auténtica todas las ideas deberían tener las mismas opciones, de tal forma que así se impondrían por la fuerza de la razón y no por la razón de la fuerza. Simplemente, con la obligación de cualquier medio de publicar una agenda social con las manifestaciones previstas para el día siguiente o para la semana siguiente y las realizadas en el día anterior o en las semanas anteriores (lo cual es fácilmente accesible para cualquier medio, basta con recurrir a los organismos públicos que son los que permiten los actos públicos y tienen constancia de ellos), se contribuiría a la competencia libre entre las ideas, entre los movimientos sociales y políticos. Con suficiente voluntad es posible lograr una prensa independiente y al servicio del conjunto de la ciudadanía, un mercado de la prensa verdaderamente libre. Se podrá, lógicamente, discutir técnicamente sobre cómo lograrlo, pero, indudablemente, la situación actual de la prensa es muy mejorable.
Regulando el mercado de la prensa, podemos conseguir que sea más libre. La regulación hace que el libertinaje, la ley del más fuerte, se sustituya por la libertad, por la igualdad de oportunidades. Quienes supuestamente tanto defienden la libre competencia sustentan su dominio en una competencia desigual y por tanto poco libre. Aunque, dado que el mercado de la prensa es muy especial (de él depende la salud mental de la ciudadanía, la salud de la democracia), debe regularse de una manera un tanto especial. El cuarto poderno puede regularse como cualquier otro mercado. Como así ocurre con el resto de poderes formales. Los poderes político, judicial y de la prensa deben regularse de una manera especial, por sus características intrínsecas y porque la sociedad entera depende notablemente de ellos. Por algo los llamamos poderes.
Con elecciones separadas al legislativo y al ejecutivo se logra mayor separación entre los mismos. En Francia, por ejemplo, dichos poderes son más independientes que en España. Aunque, como en última instancia, todos los poderes dependen del poder económico, la separación entre el resto de poderes deviene estéril. De poco sirve un poder legislativo separado del ejecutivo si ambos dependen del económico (no digamos ya cuando en ambos poderes domina el mismo partido político). La separación de poderes debe aplicarse a todos los poderes, especialmente a los más poderosos, valga la redundancia. La clave radica sobre todo en separar al poder económico de todos los demás.
Caso aparte es el poder judicial. Es evidente que no puede esperarse una justicia independiente cuando sus máximos tribunales son designados por el poder político, cuando las vocalías del poder judicial son repartidas entre los jueces afines a los distintos partidos políticos. La justicia en España es un escandaloso ejemplo de falta de separación de poderes. El problema de la justicia española daría para todo un artículo. En el capítulo «El desarrollo de la democracia» del mencionado libro «Rumbo a la democracia» se analiza cómo podría lograrse una justicia independiente, se explican algunas de las principales medidas que podrían aplicarse para lograr una eficaz separación de todos los poderes, y en general, para mejorar y ampliar notablemente la democracia.
Si queremos lograr una sociedad más justa y libre debemos imperativamente desarrollar la democracia, debemos especialmente lograr una eficaz separación de todos los poderes. Mientras los poderes dependan del poder económico lademocracia será en verdad oligocracia, en concreto plutocracia. El gobierno del pueblo será en verdad el gobierno de unos pocos, en concreto el gobierno de los ricos. No podemos esperar gobiernos al servicio del pueblo mientras el gobierno sea el de los ricos. No podemos esperar que los gobiernos de turno beneficien al pueblo, a sus votantes, mientras tengamos oligocracia en vez de democracia. Esto es algo que NUNCA debemos perder de vista. Podremos discutir sobre cómo mejorar técnicamente la democracia, sobre cómo luchar por ella, sobre las estrategias para alcanzarla (evidentemente no llegará por sí sola o espontáneamente, habrá que luchar contra la oligarquía y sus lacayos de turno), pero no deberíamos tener dudas en cuanto a la imperiosa posibilidad y necesidad de mejorar y ampliar las escasas y simbólicas democracias actuales. ¡Y todavía hay demasiada gente que tiene estas dudas! Debemos tener muy claro que otro sistema es necesario y posible, concienciarnos todos de ello, concienciar a nuestros semejantes y a continuación poner toda la carne en el asador para la lucha democrática, para organizarnos y ejecutar las estrategias que fuercen cambios profundos, sistémicos.
Mientras tengamos oligocracia, repito una vez más, el pueblo no podrá vivir en condiciones dignas o éstas estarán siempre amenazadas o en retroceso. Podremos lograr en determinados momentos avances. Pero, tarde o pronto, éstos desaparecerán o se verán amenazados, como la experiencia nos ha demostrado. Y en todo caso, los avances serán siempre insuficientes. Con oligocracia sólo podemos aspirar a pequeños avances y la involución siempre amenaza, como mínimo. No es por casualidad que en los últimos lustros el Estado de bienestar se esté desmantelando, los derechos laborales estén en vías de extinción, las desigualdades vuelvan a aumentar, los ricos sean cada vez más ricos, las crisis las paguen los trabajadores, sus víctimas, mientras los que las provocaron sigan campando a sus anchas y enriqueciéndose. No es por casualidad que se rescate a los bancos y mientras se baje el sueldo a los trabajadores, se retrase la edad de jubilación, se abarate el despido, se reduzcan las prestaciones por desempleo, se dé más poder a los empresarios y se quite a los sindicatos y a la negociación colectiva, ya de por sí muy debilitada, se aumenten los impuestos que afectan sobre todo a la ciudadanía en general mientras los impuestos a las grandes fortunas desaparecen y no vuelven a aparecer (o, en el mejor de los casos, tarden en reaparecer), se grave el trabajo pero no la especulación financiera, etc., etc. Las medidas de los gobiernos de las oligocracias siempre benefician, o perjudican menos, o al menos así lo intentan prioritariamente, a la oligarquía, a quienes sirven. La oligocracia, disfrazada de democracia, sirve a la oligarquía y se sirve del pueblo. Sólo podrá lograrse un sistema político al servicio del pueblo si se sustituye la oligocracia por la democracia. No basta con cambios de gobierno, se necesita cambiar el sistema. Todos los gobiernos de la oligocracia sirven de manera más o menos intensa, más o menos disimulada, a la oligarquía. No puede esperarse que el poder político actúe en contra del poder económico cuando éste financia a aquél. Todo lo contrario.
Técnicamente, las soluciones que corrijan de raíz los problemas de las «democracias» actuales no son tan complejas, aunque no están exentas de dificultades. Pero la principal dificultad radica en la falta de voluntad. En la falta de voluntad de las élites dominantes por desarrollar la democracia, plenamente comprensible puesto que la democracia auténtica pondría en peligro su statu quo. Y en la falta de voluntad del pueblo por luchar por la democracia. Por tanto, además de concienciarnos todos de las posibles medidas concretas y factibles a corto plazo para desarrollar la democracia (que aún está en pañales), de conocerlas y de propagarlas, de lo que se trata es de luchar por implementarlas, por iniciar la senda del desarrollo de la democracia sin perder de vista las posibilidades a largo plazo. La lucha por la democracia debe hacerla el propio pueblo, a quien realmente interesa la democracia. La iniciativa debe partir de abajo. De arriba no puede esperarse más que retrocesos o involuciones, como los acontecimientos pasados y presentes demuestran sin ninguna duda. A la oligarquía no le interesa la democracia. Al contrario, ésta es una amenaza para ella. Con democracia no hay oligarquía. La oligarquía sólo puede subsistir con oligocracia. Pero, insisto, lo primero es concienciarse de que otro sistema es posible, de que no es posible otro gobierno mientras el sistema no cambie radicalmente, es decir, de raíz, de queno puede esperarse un gobierno al servicio del pueblo mientras el sistema esté diseñado para que cualquier gobierno sirva a los intereses de unos pocos privilegiados, como, de hecho, así es y ha sido fundamentalmente, más o menos intensamente (cada vez más a medida que la oligocracia se afianza).
No debemos agarrarnos a la esperanza de que bajo los regímenes «democráticos» actuales pueda llegar algún día al poder político algún partido o persona que se enfrente a la oligarquía (lo cual tampoco es imposible, pero sí muy improbable). El sistema tiene sus filtros para impedir, o por lo menos para minimizar la probabilidad de que llegue al liderazgo de los principales partidos alguna persona que se rebele frente a las élites. Ya hemos visto en qué quedaron las promesas de Zapatero en cuanto a mantenerse fiel a sus «principios», a las ideas de la izquierda de gobernar para la mayoría en vez de para las minorías privilegiadas. En pura retórica, en palabrería barata, como era de prever. La financiación de los partidos, la promoción insistente que se hace de los partidos mayoritarios, marginando cada vez más a las agrupaciones minoritarias, no digamos ya a las que ya son de por sí marginales, la forma en que funcionan los partidos, la influencia decisiva de los grupos de presión, el control de los medios de comunicación por parte de las élites, etc., etc., hacen muy difícil, por no decir imposible, que aparezca en escena algún partido o persona que pueda provocar cambios profundos. El sistema está diseñado para realimentar al bipartidismo, sustento de la oligocracia. El sistema «democrático» actual, basado en la competencia desigual entre los partidos, dificulta enormemente el acceso no ya sólo al poder sino que incluso a las instituciones democráticas de nuevos partidos, pues dicha desigualdad se realimenta. Cuantos más votos obtiene un partido más se le financia y más se le promociona. Hasta extremos desproporcionados. Sólo pueden ser votados mayoritariamente aquellos partidos conocidos y así el voto se concentra cada vez más en pocos partidos, sobre todo en dos. En España hemos visto cómo desde la instauración de la «democracia», el pluripartidismo se ha transformado progresivamente en bipartidismo. El bipartidismo se ha asentado no sólo en nuestro país sino que en la mayoría de democracias occidentales. El modelo norteamericano se ha ido imponiendo. Actualmente el gobierno sólo es cosa de dos, con el apoyo de unos pocos partidos, siempre los mismos. Siempre gobiernan los mismos y siempre son apoyados por los mismos. Así no es de extrañar que las cosas no cambien a mejor. No es de extrañar que, por el contrario, los cambios sean a peor.
El sistema está diseñado para que al poder político sólo puedan llegar dos partidos, controlados ambos por la oligarquía, y, además, para que a los liderazgos de dichos partidos no lleguen personas «peligrosas» para las élites que los controlan. A pesar de todas las apariencias que puedan hacer pensar lo contrario o hacer pensar que esto que digo es una exageración radical de la situación, los hechos lo demuestran irrefutablemente, contundentemente. Invito al lector a encontrar una explicación más lógica y sencilla a todo lo que acontece en nuestras «democracias». Que intente explicarse por qué cualquier gobierno siempre perjudica más a los mismos, a los de abajo, y siempre beneficia más a los mismos, a los de arriba. Y si esto es algo que ya muchos tenemos claro, entonces no es suficiente con quejarse, hay que intentar buscar soluciones y actuar en consecuencia, coherentemente. Lo mínimo que podemos hacer es dejar de contribuir a empeorar las cosas, a perpetuarlas.
El sistema está diseñado para fomentar el inmovilismo. El objetivo supremo de la oligocracia es evitar grandes cambios, cambios profundos. Es asentar el pensamiento único, la falta de alternativas, la política única, el «bi-partido» único (en realidad un partido único dividido en dos para aparentar cierta pluralidad, dos facciones que explotan pequeñas diferencias de matices para ocultar el consenso, el pensamiento único, en lo esencial, en la política económica, la que de verdad importa). Así, la pluralidad (lo que debería caracterizar a una auténtica democracia), de facto, desaparece. Así, el statu quo de la oligarquía se salvaguarda. La democracia teórica se convierte en la práctica en oligocracia. La democracia potencial se convierte en la realidad en oligocracia. Debemos aspirar a que la democracia sea real y no sólo potencial, que pase de la teoría a la práctica. Por consiguiente, debemos aspirar a cambiar el sistema para que sean posibles gobiernos que verdaderamente sirvan a los intereses del pueblo, para que la pluralidad (de ideas, de partidos, de políticas) sea real y no sólo potencial, se cumpla en la práctica y no sólo en la teoría. Debemos aspirar a cambiar las reglas del juego, sin agarrarnos a la remota posibilidad de que las reglas actuales del juego posibiliten, alguna vez, un juego digno. Lo cual no significa que no pueda cambiarse las reglas del juego participando en él. Lo que significa es que la prioridad debe ser cambiar las reglas, ya sea participando en el juego actual o no. Hay que cambiar el sistema desde dentro (lo ideal) o desde fuera (si no hay más remedio). Lo que significa es que aquellas agrupaciones políticas con representación institucional deben coordinarse y colaborar con aquellas agrupaciones extraparlamentarias cuyos fines últimos sean, en esencia, los mismos, a saber, el desarrollo democrático. Los cambios sistémicos deben ser el objetivo prioritario de toda organización política que pretenda defender los intereses del pueblo, de la mayoría, pues, como dije, con el sistema actual es casi imposible que surjan gobiernos al servicio de dichos intereses. De un sistema podrido es muy poco probable que puedan surgir gobiernos que no lo estén.
Lo primero de todo es concienciarnos de que otro sistema es necesario y posible, y empezar a dejar de realimentar a esta falsa democracia, en concreto, debemos dejar de realimentar sobre todo al bipartidismo.
En mis diversos escritos, todos ellos accesibles en mi blog (http://joselopezsanchez.wordpress.com/), el lector puede concienciarse y acceder a ideas e informaciones muy difíciles de ver en la prensa habitual (lógicamente pues está controlada por los enemigos de la democracia).
Conclusión
Los distintos poderes de la sociedad deben ser independientes entre sí, deben emanar de la sociedad, deben ser controlados por ella.
Sólo así el poder residirá realmente en el pueblo, cuando éste ostente el control. Sólo alcanzaremos la auténtica democracia cuando el control, de facto, lo tenga el pueblo. Y para ello se necesita desarrollar suficientemente la separación de los poderes. De todos, sean cuáles sean éstos, sean cuáles sean las formas que adopten. La madre de todas las causas, la causa técnica profunda de los grandes males que afectan a nuestra sociedad, es la poca y mala democracia que tenemos, especialmente la falta de separación de poderes, y muy especialmente el dominio del poder económico. Si queremos combatir dichos males no basta con parches, hay que atacar a la raíz de los mismos. La clave está en la democracia, muy especialmente en la separación de poderes, y muy especialmente en la separación del poder económico del resto de poderes. Mientras no tengamos auténticas democracias los problemas que nos afectan cotidianamente serán crónicos, en el mejor de los casos. Incluso, tarde o pronto, empeorarán. La democracia es la herramienta, la infraestructura, que nos puede permitir solucionarlos verdaderamente. Debemos luchar todos los ciudadanos por ella. A casi todos nos interesa, a casi todos nos atañe.