La silla
En las afueras de Tapachula estaba feliz un anciano mientras pintaba una silla con alegres azules y fresas, amarillos y verdes; de vez en cuando, una pincelada blanca que atenuaba la rotundidad del cárdeno. Y el viejo sonreía cuando descubría una combinación nueva. Sonreía y se lo celebraba con una palmada en el muslo. “¡Ándale, pero qué chula!”
Cubierto con un poncho, calzaba sandalias y fumaba una larga panatela, liada por él mismo, mientras su rostro poblado con descuidada barba dejaba traslucir una honda felicidad que contaminaba el ambiente.
Las sillas eran de madera que el artesano había torneado con habilidad y con trenzadas eneas que él mismo había buscado junto al río para dejarlas secar sobre la terraza de su casa encalada.
De vez en cuando, se aclaraba el gaznate con una chicha de maíz que destilaba él mismo para compartir con sus cuates. Utilizaba un cuenco con una especie de esmalte que su abuelo le había enseñado a aplicar después de haberlo torneado con esmero y cocido con paciencia en el horno que tenían en el patio de la casa.
Las sillas salían a su aire. En unas, predominaban las flores rojas; en otras, se combinaban con azules y malvas. Su mujer decía que “dependía del viento, y del aliento”, y se retiraba tan fresca.
Un día, pasó por allí un turista gringo cargado con máquinas de fotos, tomavistas y tres pares de gafas que le cabalgaban desde la nariz hasta la gorra. Calzaba sandalias con calcetines blancos y rayas de colores. Una pelambrera atónita pugnaba por escabullirse en unas piernas de leche enrojecidas por un sol implacable. El artesano hacía como que no miraba pero sus pinceladas se fueron haciendo más espesas. Mira por dónde, tuvo que contenerse porque se le ocurrió ponerse a brochazos y llenar de colores aquellos pantaloncitos blancos y la camisa color salmón desvaído que le producía un desasosiego que sólo calmaba con visitas a la garrafa de chicha.
Después de filmar todo lo que quiso y de fotografiar al anciano desde todos los ángulos, sin pedir permiso ni tan siquiera haberle saludado, el gringo lechoso le espetó:
– ¡Buen hombre, escuche! ¿Cuánto cuesta esa silla azul que está pintando?
El anciano le respondió sin alzar la mirada y sin dejar de hacer lo que estaba haciendo:
– Diez dólares, señor.
– ¿Y cuánto tardaría en entregarme doce como esa?
– ¡Ah, pues no sé! Como vayan saliendo, eso ya no depende de mí. Además, doce como ésta le costarían trescientos dólares.
– ¿Trescientos dólares? ¿Pero no me dijo que esa costaba diez?
– Sí, señor, pero ¿quién me va a pagar el aburrimiento de pintar siempre lo mismo en cada silla?
J. C. Gª Fajardo