La globalización neoliberal, en su trayectoria por privatizar todos los ámbitos de la vida, ha hecho lo mismo con la agricultura y los bienes naturales, sometiendo al hambre y a la pobreza a una inmensa parte de la población mundial. Hoy se calcula que en el mundo hay 925 millones de personas hambrientas, según datos de la FAO, cuando, paradójicamente, se producen más alimentos que nunca en la historia.
Como indica la organización internacional GRAIN, la producción de comida se ha multiplicado por tres desde los años 60, mientras que la población mundial tan sólo se ha duplicado desde entonces, pero los mecanismos de producción, distribución y consumo, al servicio de los intereses privados, impiden a los más pobres la obtención necesaria de alimentos.
El acceso, por parte del pequeño campesinado, a la tierra, al agua, a las semillas… no es un derecho garantizado. Los consumidores no sabemos de dónde viene aquello que comemos, no podemos escoger consumir productos libres de transgénicos. La cadena agroalimentaria se ha ido alargando progresivamente alejando, cada vez más, producción y consumo, favoreciendo la apropiación de las distintas etapas de la cadena por empresas agroindustriales, con la consiguiente pérdida de autonomía de campesinos y consumidores.
Frente a este modelo dominante del agribusiness, donde la búsqueda del beneficio económico se antepone a las necesidades alimentarias de las personas y al respeto al medio ambiente, surge el paradigma alternativo de la soberanía alimentaria. Una propuesta que reivindica el derecho de cada pueblo a definir sus políticas agrícolas y alimentarias, a controlar su mercado doméstico, impedir la entrada de productos excedentarios a través de mecanismos de dumping, a promover una agricultura local, diversa, campesina y sostenible, que respete el territorio, entendiendo el comercio internacional como un complemento a la producción local. La soberanía alimentaria implica devolver el control de los bienes naturales, como la tierra, el agua y las semillas, a las comunidades y luchar contra la privatización de la vida.
Más allá de la seguridad alimentaria
Se trata de un concepto que va más allá de la propuesta de seguridad alimentaria, defendida por la FAO a partir de los años 70 con el objetivo de garantizar el derecho y el acceso a la alimentación a toda la población. La seguridad alimentaria no representa un paradigma alternativo al no cuestionar el actual modelo de producción, distribución y consumo y ha sido, a menudo, desposeído de su significado original. La soberanía alimentaria, por su parte, incluye esta propuesta, garantizar que todo el mundo pueda comer, a la vez que se opone al sistema agroindustrial dominante y a las políticas de las instituciones internacionales que le dan apoyo.
Alcanzar este objetivo requiere una estrategia de ruptura con las políticas agrícolas neoliberales impuestas por la Organización Mundial del Comercio, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, que han erosionado la soberanía alimentaria de los pueblos a partir de sus dictados de libre comercio, planes de ajuste estructural, endeudamiento externo, etc. Frente a estas políticas, hay que generar mecanismos de intervención y de regulación que permitan estabilizar los precios, controlar las importaciones, establecer cuotas, prohibir el dumping y en momentos de sobre-producción crear reservas específicas para cuando estos alimentos escaseen. A nivel nacional, los países tienen que ser soberanos a la hora de decidir su grado de autosuficiencia productiva y priorizar la producción de comida para el consumo doméstico, sin intervencionismos externos.
Pero, reivindicar la soberanía alimentaria no implica un retorno romántico al pasado, sino que se trata de recuperar el conocimiento y las prácticas tradicionales y combinarlas con las nuevas tecnologías y los nuevos saberes. No debe consistir tampoco en un planteamiento localista, ni en una “mistificación de lo pequeño” sino en repensar el sistema alimentario mundial para favorecer formas democráticas de producción y distribución de alimentos.
Una perspectiva feminista
Avanzar en la construcción de alternativas al actual modelo agrícola y alimentario implica incorporar una perspectiva de género. Se trata de reconocer el papel que las mujeres tienen en el cultivo y la comercialización de aquello que comemos. Entre un 60 y un 80% de la producción de alimentos en los países del Sur, según datos de la FAO, recae en las mujeres. Á‰stas son las principales productoras de cultivos básicos como el arroz, el trigo y el maíz, que alimentan a las poblaciones más empobrecidas del Sur global. Pero a pesar de su papel clave en la agricultura y en la alimentación, ellas son, junto a los niños y niñas, las más afectadas por el hambre.
Las mujeres, en muchos países de África, Asia y América Latina enfrentan enormes dificultades para acceder a la tierra, conseguir créditos, etc. Pero estos problemas no sólo se dan en el Sur, en Europa muchas campesinas padecen una total inseguridad jurídica, ya que la mayoría de ellas trabajan en explotaciones familiares donde los derechos administrativos son propiedad exclusiva del titular de la explotación y las mujeres, a pesar de trabajar en ella, no tienen derecho a ayudas, a la plantación, a una cuota láctica, etc.
La soberanía alimentaria tiene que romper no sólo con un modelo agrícola capitalista sino también con un sistema patriarcal, profundamente arraigado en nuestra sociedad, que oprime y supedita a las mujeres. Una soberanía alimentaria que no incluya una perspectiva feminista estará condenada al fracaso.
La Vía Campesina
El concepto de soberanía alimentaria fue propuesto por el movimiento internacional de La Vía Campesina, que agrupa a unas 150 organizaciones campesinas de 56 países, en el año 1996 coincidiendo con la Cumbre Mundial sobre la Alimentación de la FAO en Roma.
La Vía Campesina se constituyó en 1993, en los albores del movimiento antiglobalización, y progresivamente se convertiría en una de las organizaciones de referencia en la crítica a la globalización neoliberal. Su ascenso es la expresión de la resistencia campesina al hundimiento del mundo rural, provocado por las políticas neoliberales y la intensificación de las mismas con la creación de la Organización Mundial del Comercio.
La membresía de La Vía es bastante heterogénea, en términos de procedencia ideológica y de los sectores representados (sin tierra, pequeños campesinos…), pero todos coinciden en pertenecer a las franjas campesinas más golpeadas por el avance de la globalización neoliberal. Uno de sus logros ha sido el de superar, de forma bastante satisfactoria, la brecha entre los campesinos del Norte y del Sur, articulando una resistencia conjunta al actual modelo de liberalización económica.
Desde su creación, La Vía ha creado una identidad “campesina” politizada, ligada a la tierra y a la producción de alimentos, construida en oposición al actual modelo del agribusiness y en base a la defensa de la soberanía alimentaria. La Vía encarna un nuevo tipo de “internacionalismo campesino” que podemos conceptualizar como el “componente campesino” del nuevo internacionalismo de las resistencias representado por el movimiento altermundialista.
Una opción viable
Uno de los argumentos que utilizan los detractores de la soberanía alimentaria es que la agricultura ecológica es incapaz de alimentar al mundo. Pero contrariamente a este discurso, varios estudios demuestran que tal afirmación es falsa. Así lo constatan los resultados de una exhaustiva consulta internacional impulsada por el Banco Mundial en partenariado con la FAO, el PNUD, la UNESCO, representantes de gobiernos, instituciones privadas, científicas, sociales, etc., diseñado como un modelo de consultoría híbrida, con el nombre de IAASTD, que involucró a más de 400 científicos y expertos en alimentación y desarrollo rural durante cuatro años.
Es interesante observar como, a pesar de que el informe tenía detrás a estas instituciones, concluía que la producción agroecológica proveía de ingresos alimentarios y monetarios a los más pobres, a la vez que generaba excedentes para el mercado, siendo mejor garante de la seguridad alimentaria que la producción transgénica. El informe del IAASTD, publicado a principios del 2009, apostaba por la producción local, campesina y familiar y por la redistribución de las tierras a manos de las comunidades rurales. El informe fue rechazado por el agribusiness y archivado por el Banco Mundial, aunque 61 gobiernos lo aprobaron discretamente, a excepción de Estados Unidos, Canadá y Australia, entre otros.
En la misma línea, se posicionaba un estudio de la Universidad de Michigan, publicado en junio del 2007 por la revista Journal Renewable Agriculture and Food Systems, que comparaba la producción agrícola convencional con la ecológica. El informe concluía que las granjas agroecológicas eran altamente productivas y capaces de garantizar la seguridad alimentaria en todo el planeta, contrariamente a la producción agrícola industrializada y el libre comercio. Sus conclusiones indicaban, incluso las estimaciones más conservadoras, que la agricultura orgánica podía proveer al menos tanta comida de media como la que se produce en la actualidad, aunque sus investigadores consideraban, como estimación más realista, que la agricultura ecológica podía aumentar la producción global de comida hasta un 50%.
Varios estudios demuestran como la producción campesina a pequeña escala puede tener un alto rendimiento, a la vez que usa menos combustibles fósiles, especialmente si los alimentos son comercializados local o regionalmente. En consecuencia, invertir en la producción campesina familiar es la mejor opción para luchar contra el cambio climático y acabar con la pobreza y el hambre, garantizando el acceso a los bienes naturales, y más cuando ¾ partes de las personas más pobres del mundo son pequeños campesinos.
En el ámbito de la comercialización se ha demostrado fundamental, para romper con el monopolio de la gran distribución, el apostar por circuitos cortos de comercialización (mercados locales, venta directa, grupos y cooperativas de consumo agroecológico…), evitando intermediarios y estableciendo unas relaciones cercanas entre productor y consumidor, basadas en la confianza y el conocimiento mutuo, que nos conduzcan a una creciente solidaridad entre el campo y la ciudad.
En este sentido es necesario que las políticas públicas se hagan eco de las demandas de estos movimientos sociales y apoyen un modelo agrícola local, campesino, diversificado, orgánico y que se prohíban los transgénicos, se promuevan bancos de tierras, una ley de producción artesana, un mundo rural vivo… En definitiva, una práctica política al servicio de los pueblos y del ecosistema.
*Artículo publicado como epílogo del libro ‘Qué son los transgénicos’ de Jorge Riechmann (RBA Libros, 2011).