La tierra es fuente de negocio para unos pocos, ya sea aquí o en la otra punta del planeta. En el Estado español, el boom inmobiliario ha dejado un legado de urbanizaciones en ruinas, aeropuertos sin prácticamente aviones, pueblos fantasma, grandes infraestructuras en desuso… Una realidad que la fotógrafa Julia Schulz-Dornburg ha retratado brillantemente en su libro/inventario Ruinas modernas, una topografía de lucro. Y en los países del Sur, el afán de beneficio con la tierra expulsa a campesinos, pueblos indígenas e impone monocultivos para la exportación, grandes infraestructuras al servicio del capital o el expolio de sus recursos naturales.
La oligarquía del poder saca tajada y entre bambalinas negocia componendas urbanísticas, firma recalificaicones y transforma el suelo rústico en urbanizable. Los casos de corrupción se multiplican. La cultura del sobre está al orden del día. Se desarrolla, así, un nuevo caciquismo que hace grandes negocios a espaldas, y a costa, de la ciudadanía y del territorio. Y en otras latitudes, la historia se repite. Los gobiernos corruptos son el mejor aliado para los inversores que quieren adquirir tierras de manera rápida y barata. Según un informe de Intermón Oxfam, cada seis días se vende a inversores extranjeros una superficie equivalente al tamaño de la ciudad de Londres. Es la fiebre de la tierra.
La privatización y el acaparamiento de tierras están al orden del día. ¿Qué hay de más beneficioso que aquello que necesitamos para vivir y comer? La crisis alimentaria y financiera, que estalló en 2008, dio lugar, como ha documentado ampliamente la organización internacional GRAIN, a un nuevo ciclo de apropiación de tierras a escala global. Gobiernos de países dependientes de la importación de alimentos, con el objetivo de asegurar la producción de comida para su población más allá de sus fronteras, y agroindustria e inversionistas (fondos de pensiones, bancos), ávidos de nuevas y rentables inversiones, vienen adquiriendo desde entonces fértiles tierras en países del Sur. Una dinámica que amenaza la agricultura campesina y la seguridad alimentaria de estos países.
Los pueblos indígenas, expulsados de sus territorios, son la punta de lanza del combate contra la privatización de la tierra. Una lucha que no es nueva y de la cual Chico Mendes, recolector de caucho, seringueiro, conocido por su contienda en defensa de la Amazonía y asesinado en 1988 por latifundistas brasileños, fue uno de sus principales exponentes. Chico Mendes impulsó la Alianza de los Pueblos de la Selva, integrada por indígenas, seringueiros, ecologistas, campesinos…, contra las multinacionales madereras y revindicó una reforma agraria con propiedad comunitaria de la tierra y su uso en usufructo por parte de las familias campesinas. Como solía decir: “No hay defensa de la selva sin la defensa de los pueblos de la selva”.
Sin ir tan lejos, aquí, en el Estado español, el Sindicato de Obreros del Campo (SOC), que forma parte del Sindicato Andaluz de Trabajadores (SAT), ha sido uno de los principales referentes en la lucha por la tierra y en la defensa de los derechos de los jornaleros del campo. Desde hace más de un año, vienen ocupando y trabajando la finca de Somonte, en Palma del Río (Córdoba), una tierra que la Junta de Andalucía se disponía a vender a pesar de que en este municipio 1.700 personas se encuentran en paro. El objetivo de los ocupantes es que esta finca sea trabajada por cooperativas de jornaleros parados en vez de pasar a manos de banqueros y terratenientes. Somonte es un símbolo de la lucha del SOC y el SAT, como lo es también Marinaleda y tantos otros proyectos que impulsan.
En Catalunya, hoy, un claro ejemplo de cómo en el uso de la tierra se anteponen intereses privados a sociales y colectivos es el de Can Piella, una masía del siglo XVII con sus respectivas tierras, de las pocas zonas rurales que quedan en el área metropolitana de Barcelona, que después de llevar abandonada más de diez años fue recuperada por un grupo de jóvenes. A partir de aquí, se creó una asociación, que actualmente cuenta con unos dos mil socios, que restauraron la finca, retomaron la actividad agraria con un huerto comunitario, revitalizaron su entorno y la abrieron a los pueblos de su alrededor, La Llagosta, Santa PerpÁ¨tua de Mogoda y Montcada i Reixac. Ahora, tras tres años y medio de funcionamiento, una orden de desalojo amenaza el proyecto. La inmobiliaria que durante una década abandonó la masía y que no tiene ningún plan previsto para la misma, la reclama.
A principios de 1900, Emiliano Zapata, campesino y referente de la revolución mexicana, exigía: «La tierra para quien la trabaja«. Han pasado más de cien años y dicha consigna continua teniendo plena actualidad.