Viendo el panorama actual, y los debates económicos que invaden los ámbitos informativos, se puede llegar a deducir que los conceptos económicos, con sus neosilogismos y viejos silogismos, han cobrado vida propia, revelándose contra su creador, el hombre, que ve como su creación se le escapa de las manos y le somete.
Esto parece deducirse del derrotero argumental que siguen los economistas, que manejan siglas de su jerga como si estuvieran infundidas de un soplo de autosuficiencia, cargadas de voluntad consciente.
Darle la vuelta a la tortilla del sistema parece imposible manejando las mismas herramientas de sus sustentadores. Es cierto que es muy efectivo a la hora de diagnosticar los síntomas superficiales, y de aplicar algunos remedios para ir tirando, incluso alguna cirugía de urgencia o reanimaciones para recuperar el pulso de un sistema que ha hecho de la taquicardia su estado habitual.
Sin embargo, no es difícil percatarse de que cada tecnicismo económico responde y es consecuencia de las pasiones humanas, esas grandes olvidadas y casi anacrónicas, que han ido perdiendo terreno en el camino de la inspección filosófica y política, embebidas éstas por completo en el diagnóstico de las enfermedades sociales y sus consecuencias antes que en su prevención.
Así andan mordiéndose la cola de sus argumentos, divagando sobre postulados socioeconómicos, que es una forma muy intelectual y atractiva de bailarle el agua al sistema capitalista. No es tarea difícil seguir el rastro de correspondencia entre las taras educacionales ( en el sentido ético de la palabra, no de estudios especializados) y la actualidad política y financiera.
La avaricia engendra corrupción; la falta de empatía pare la subida de impuestos y la bajada de sueldos; la ignorancia acaba con el I+D y la educación pública; la soberbia y la vanidad precisan financiación, que suministra la avaricia, y vuelta a empezar. A nadie con dedo y medio de frente puede sorprender la iniquidad social que campea en nuestros días, cuando los niños son educados en la competitividad feroz, en el culto materialista, en el “sálvese quien pueda y quien no pueda apártese».
Crecidos con este abono pestífero, no es sorprendente que los frutos políticos reflejen la inmundicia de sus orígenes. Llámese concupiscencia en jerga católica, hybris en la helénica o crisis en la económica, lo cierto es que hay un diagnóstico coloquial y casi olvidado por obvio: avaricia.
Y es algo que se debe combatir a través de una remodelación educativa y cultural, en la cual el capitalismo, su mayor desinhibidor, no tiene cabida.