Raro es el día que paso sin escuchar de los responsables económicos y/o políticos de este país, a la hora de justificar cualquier “reforma” o recorte que afecta al salario de los trabajadores o a los servicios públicos, que se ven obligados a adoptar tales medidas a causa del despilfarro al que irresponsablemente nos hemos entregado durante los últimos años. Afirman incluso que el actual deterioro de nuestra economía proviene de gastar por encima de lo que se gana, actitud que ha desembocado en una deuda enorme que ahora reclaman los “mercados”, justo cuando una crisis “mundial” impide tener liquidez para saldarla.
De tanto repetir ese mantra del derroche hasta la saciedad, todo el mundo ha acabado por interiorizar que ha sido despilfarrador, por lo que asume sumiso los sacrificios que imponen quienes, por su pertenencia a la élite social, jamás verán mermados su nivel de vida ni su privilegiada posición.
Sin embargo, por mucho que lo analizo, no descubro ni un sólo momento de mi vida en que haya tenido la fortuna de ser despilfarrador. Ni siquiera he sabido aprovechar aquella denostada –hoy- burbuja inmobiliaria que aseguran obnubiló a los españoles con la compra-venta de casas por afán especulativo. Como la mayoría de los asalariados, llevo más de 30 años habitando la única vivienda que he podido adquirir para vivir con mi familia. Siempre he dependido de una nómina que jamás ha experimentado subidas por encima de la inflación, aunque he de reconocer que soy funcionario, no por decisión discrecional de la Administración, sino por reunir los requisitos y la formación exigidos. Una opción al alcance de todos.
Mis hijos han estudiado en colegios públicos y luego han cursado carreras universitarias y estudios de formación profesional, según sus apetencias y capacidades. El gran “dispendio” al que no me he podido resistir ha sido el de cambiar de coche cada 10 años, aproximadamente, más por necesidad de movilización y seguridad que por capricho, y siempre por modelos de gama media, tipo Renault, Nissan o Seat, a pesar de que mis preferencias fueran Audi, BMW y similares.
Mis ahorros constituyen un insulto para el banco, que me cobra unas comisiones crecientes por mantener una cuenta que cada mes agota su saldo sin dejar de recibir letras domiciliadas, lo que no me exime, a pesar de mi antigÁ¼edad como cliente, de tener que suscribir un seguro “adicional” de la entidad cuando solicito cualquier préstamo.
En resumen, como trabajador he carecido de la oportunidad del despilfarro si como tal se define el gastar lo que no se tiene ni se necesita. Distinto es la adquisición de un bien o servicio necesario, en cuyo caso, aunque no se posea su importe “al contado”, se puede “financiar a plazos”, que es lo que el Estado y las personas hacen en la mayoría de los casos, excepto esa élite que gana más que lo que puede gastar, atesorando fortunas, y encima reprocha la supervivencia consumista de los demás.
Que en España hayamos construido con el esfuerzo de todos una sanidad, una educación, unas infraestructuras y unos servicios públicos no significa que se haya despilfarrado, sino invertido en futuro, redistribuyendo la riqueza nacional, como he hecho yo, a mi escala individual, para conseguir una profesión, una vivienda o el sostén de los que dependen de mí. Pero si de lo que se trata es de sustituir este modelo social por otro basado en que cada cual “apechugue” por sí mismo, sin ayuda de nadie, no cuenten conmigo ni me acusen de despilfarrador. Digan abiertamente que quieren una sociedad liberal sólo en lo económico, que no en lo moral, y echemos a nuestros hijos de casa a buscarse la vida. Ni como padre ni como ciudadano estoy dispuesto a que se desmantele nuestro Estado de bienestar. Y si en verdad existe deuda, que la paguen quienes la crearon y ahora se benefician de ella: bancos, especuladores y los inmensamente ricos y poderosos. Claro que ellos no van a tirar piedras a su tejado…, mientras puedan seguir mentalizándonos de despilfarradores.