La globalización se ha instalado en nuestras vidas y amenaza con no abandonarnos para el resto de nuestras vidas, permitiendo el libre comercio entre naciones y la libre circulación de personas, mercancías y dinero, ¿o no? Tal vez la globalización real en la que estamos inmersos no se acerque tanto a ese modelo teórico que nos han sabido vender los economistas neoliberales.
Si nos fijamos en los países occidentales, por ejemplo los Estados Unidos y los miembros de la Unión Europea, no queda más remedio que aceptar la existencia de un mundo globalizado, un mundo en el que los aranceles son, prácticamente, inexistentes y en el que la competencia entre empresas es leal, honesta y en las mismas condiciones económicas, sin ayudas estatales que desvirtúen el juego.
Sin embargo, si analizamos algún país del mal llamado ‘Tercer Mundo’ con respecto a un país occidental comprobamos que esa globalización no es más que tinta escrita en algún libro de Economía. Porque cualquier exportación que realice un país ‘pobre’ a un país ‘rico’ está sujeta al pago de unos aranceles tan altos que elimina cualquier atisbo de competitividad de sus productos.
Además, si tenemos en cuenta que los productos exportados desde estos países son, en su mayoría, productos agrícolas, los cuáles reciben subvenciones de todo tipo en las naciones ricas, la competencia desleal se hace más evidente.
Es decir, vivimos en un mundo globalizado en el que los países ricos se perpetúan en su riqueza gracias a sus aranceles proteccionistas y a su subvenciones agricolas, mientras que los países pobres se perpetúan en su pobreza mientras sufren estas perversiones de el ‘libremercado’.
Perversiones que luego utilizaran en su favor tan pronto como salgan del pozo de la pobreza, si lo consiguen, como han demostrado la India y China, países que tras largos años en la más absoluta pobreza han sabido aprovechar su activo más importante, su población, para convertirse en las economías de mayor crecimiento del mundo y pasarse al otro bando, al bando de las naciones ricas.
Y en ese bando ya no reclaman la liberalización de mercados, como hacían antes, sino que fijan aranceles con respecto a los países pobres y subvencionan a sus agricultores.
Por tanto, estamos en un ciclo perverso en el que los ricos protegen su riqueza mientras que los pobres la anhelan, y cuando los pobres se hacen ricos se olvidan de sus tiempos de pobreza y comienzan a guardar lo que han ganado, causando graves perjuicios a sus antiguos compañeros de viaje.