De aquí para allá, un no parar, el autónomo español sobrevive a la crisis como puede, o como le dejan, nunca diciendo que no, miedo impertérrito de los profesionales liberales, el no, nunca no, siempre sí, y trabajar, trabajar, y cobrar, cuando puede, y pagar cuando tiene, y generar empleo cuando la burocracia se lo concede, cuando los sindicatos dejan hacer de una vez por todas.
La mayoría de las empresas españolas son PYMES, muchas de las cuáles no son más que un autónomo sacando su negocio adelante de la mejor forma posible, y contratando sólo en el último momento, hasta el cuál mantendrá, si se lo aceptan, a trabajadores sin contrato, no porque quiera, sino porque es la única forma que lo puede sufragar.
La reforma laboral que nos han metido con calzador hace nada, aunque ya casi ni nos acordamos, sí hombre, aquella que provocó la huelga general, se ha quedado corta en muchos aspectos y ha perdido una oportunidad histórica de realizar ajustes estructurales acorde a la idiosincrasia española.
Uno de esos ajustes debería de haber venido en la reducción de las cotizaciones sociales para PYMES y, especialmente, para autónomos, incentivando así, de verdad, y no en retórica, la contratación. Porque el principal temor de un autónomo a la hora de contratar a un trabajador radica en el coste que le generará, tanto mensual como en el hipotético caso de un despido.
Acostumbrados como estamos a la dualidad en el mercado laboral es sorprendente que no se haya planteado esa misma dualidad en el pago de cotizaciones sociales hasta el punto de que compense la contratación. Porque la contratación genera riqueza, no sólo al autónomo que contrata y al trabajador que es contratado, sino a la sociedad en su conjunto, tanto en términos de PIB como en términos sociales.
Un contratación asumible desplazaría de la economía sumergida a la economía real a gran cantidad de trabajadores, con lo que se amortizaría la reducción de ingresos públicos de manera inmediata y se generaría mayor crecimiento económico.