Nadie puede desconocer que la globalización tiene aspectos positivos y negativos. Internet es una maravilla, siempre y cuando se utilice para fines nobles, educativos, culturales, científicos, etc., pero ¡ojo! con sus niños en el uso de las computadoras, porque pueden ser víctimas de mucha basura, de pornografía, de violencia, que aparecen en sus páginas.
Destaco un hecho trascendental lo que fue capaz de lograr la religiosidad popular, por ejemplo, las distintas advocaciones de la virgen María en los pueblos de América Latina y de El Caribe. La Chinita en Maracaibo, la virgen de Coromoto en Venezuela, su patrona, la de Guadalupe en México, Aparecida en Brasil…
El mérito de esas advocaciones marianas fue el de producir en nuestros pueblos, el “fundir las historias latinoamericanas diversas en una historia compartida: aquella que conduce hacia Cristo” (Aparecida no. 43).
No ocurre lo mismo con la globalización que, impacta, nuestra cultura. Que busca excluir a Dios del horizonte del hombre y si bien se reconoce su libertad y dignidad personal, lo ha llevado a un individualismo enfermizo y destructivo. Lo ha convertido en un ser indiferente ante la suerte de los demás a los que demuestra no necesitar.
Se pretende ¿se pretende? Instaurar mundialmente una cultura única, homogeneizada, eliminando la inmensa riqueza de culturas de América Latina y de El Caribe, y la aportada por los inmigrantes europeos. Culturas que ofrecen valores que son respuestas ante los antivalores, difundidos por la mayoría de los poderosos medios de comunicación social; valores, como el comunitarismo, valoración de la familia, apertura a la trascendencia y solidaridad.
La paradoja de la globalización es apreciada en que “junto con el énfasis en la responsabilidad individual, en medio de sociedades que promueven a través de los medios el acceso a bienes, se niega a las grandes mayorías, bienes que constituyen elementos básicos y esenciales para vivir como personas” (Aparecida no. 54).
El presente y el horizonte del hombre y de la mujer es el amor a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a si mismo. Cristo vino a sernos libres del yugo de la esclavitud (Gálatas 5, 1). Es su felicidad verdadera y no la que da el “bienestar económico” y la satisfacción hedonista producto de la “avidez del mercado”, que ha hecho del lucro un valor absoluto, que descontrola el deseo de niños, jóvenes y adultos.