El deseo de libertad es natural y sano, cualquier individuo vivo —sea humano o no—posee de manera intrínseca una fuerte inclinación a despojarse de las ataduras, ya sean písquicas o físicas. No hay que ser un experto en zoología para saber que los animales (independientemente de su especie) disfrutan cuando se encuentran en su hábitat, sin restricciones artificiales, teniendo únicamente las limitaciones que les crea su entorno y su propio cuerpo. Así mismo, percibimos el dolor emocional que les produce el cautiverio, la escasez de espacio y movimiento en la que viven los animales presos, esclavos bajo el dominio humano. Quien no ha sido capaz de entender la mirada de un animal entre rejas, el sufrimiento psíquico al que son sometidos, no es capaz de entender nada verdaderamente importante. En éste sentido y en muchos más, nuestros sentimientos y emociones son comparables a las de cualquier otra especie animal. Pero hay limitaciones naturales, no artificiales, que hacen que nuestra existencia continúe siendo placentera, incluso llegamos a “amar” esas restricciones. Pondré sólo unos ejemplos y estoy segura de que usted, estimado lector, estará de acuerdo conmigo.
Imagínese frente al mar, sentado en la playa, o mejor aun, al borde de un acantilado. ¿Qué experimenta? Usted se siente relajado, admirando tanta belleza, feliz de contemplar el paisaje. Pero ¿no se da cuenta de que ése mar o ése acantilado es un límite para usted? Usted ha llegado hasta ahí y no podría continuar vivo ni en el mar ni tirándose al precipicio. Usted disfruta con ésa barrera. Y ¿Qué hay de las retricciones físicas? Ninguna persona medianamente sana se siente oprimida por la necesidad/ obligación de ingerir alimentos; de hecho, el poder disfrutar de una buena comida es uno de los placeres de la vida. ¿Quién se atrevería a librarse de ésta “cadena”? Pasando al plano emocional, recuerdo unas palabras del poeta español Juan del Encina, de su conocido poema “No te tardes que me muero”: Carcelero,/ no te tardes que me muero./ La llave para soltarme/ ha de ser galardonarme,/ propiniendo no olvidarme./ Carcelero,/no te tardes que me muero./ Y siempre cuando vivieres/ haré lo que tú quisieres/ si merced hacerme quieres./ Carcelero,/ no te tardes que me muero./
¿No es hermoso el amor? ¿No nos sentimos felices en su “prisión”?
Está claro: necesitamos y disfrutamos de la libertad con límites. De ahí lo absurdo y mezquino de los que exigen continuar con su “derecho” a gozar de festejos anacrónicos, de celebrar la tortura y matanza de un animal despojado de la libertad que ellos demandan. No puede existir libertad para causar daño a un inocente, destrozarle las entrañas, para arrebatarle la vida ahogándose en su propia sangre. ¿No han visto su mirada? ¿No entienden su mensaje? Entonces no podrán entender nada verdaderamente importante. Benedetti lo expresó con éstas bellas palabras: ¿Cómo hacerles saber que “nadie establece normas salvo la vida?”