El buen presidente, el buen líder, el buen jefe, el buen político, la buena autoridad, por mayor o pequeña que pueda ser, no es aquella que busca fortalecer o conservar su condición de líder y autoridad; de ver las cosas, los asuntos y a las personas desde su perspectiva personal o desde sus sentimientos, pensamientos, creencias o de cualquier rasgo síquico personal; de ejercer una mera función sobre meros funcionarios que deben cumplir simplemente una labor específica; de imponer nada e imponerse a nadie a la fuerza, salvo en la estricta y justa medida para proteger la integridad individual de los demás; de beneficiarse a sí mismo o a unos pocos; de anteponerse de la forma que fuese a los demás; de exaltar su persona y figura como un ser sobresaliente en el sentido que fuere; de exigir retribución especial a cualquiera de sus servicios.
El buen dirigente de humanos debe siempre ser el más humilde de los hombres; debe postergarse siempre en beneficio de los demás y de los dirigidos; debe pensar en los servidos como si fuesen sus amos y no al revés; debe ser generoso, empático, inteligente, virtuoso, amplio y sabio, porque es la labor más difícil de todas las labores humanas. Dirigir humanos es igualarse a la función de un dios que se pone por encima de los demás, pero precisamente para lo contrario de lo que han hecho histórica y naturalmente los humanos mediocres que detentan cuotas pequeñas o grandes de poder, esto es, deber servir como el más pequeño y abnegado, como la tierra misma que se deja pisar para sostenernos en la existencia sólo por el gozo de vernos crecer, incluso a riesgo de dejarse destruir. Así sirvió Jesús, Buda, Mahoma, Lao Tse, Ghandi, Teresa de Calcuta, Se Akatl, Martin Luther King, Francisco de Asís.
Servir como autoridad de otras personas es una actividad que va en contra de nuestra naturaleza animal individualista y dominante. Buscamos el placer y la autosatisfacción incluso en las formas más sutiles. Esta tendencia e impulso instintivo debe ser violentada de raíz cuando se quiere oficiar de guía o administrador de seres humanos, pues cada ser humano es un universo complejo, único e insustituible, que debe ser tratado con el más absoluto respeto y consideración de su propia realidad. Este es un problema grave de toda autoridad: rápidamente pierde la perspectiva y el respeto –si es que alguna vez lo ha tenido—de que cada persona es un universo en el que hay que detenerse cuidadosamente para ayudarlo a desarrollarse e integrarse adecuadamente al área de acción de su liderazgo, al entorno social e incluso planetario. Cuando se suma un humano a otro y a otro, rápidamente las personas individuales se van transformando en bosquejos de personas, en números y estereotipos que permiten procesarlos rápidamente y pasar al siguiente. Entonces se tienen finalmente caricaturas de personas ante un líder que sólo ve figuritas de aspecto humano, y a las que termina dirigiendo con la seriedad que imponen las caricaturas humanas. Es por eso que hay también tantos líderes que se vuelven caricaturescos o ridículos o aberrantes.
El buen líder debe romper con los esquemas mentales, sociales, culturales ya establecidos universalmente y realizarse a sí mismo como un tipo humano excepcional, heroico, altruista, virtuoso, honorable, sabio, tolerante, y más, todavía mucho más: es, de alguna manera, el modelo del humano del futuro, de un humano que ha completado en sí mismo el potencial superior de la especie humana toda. No necesitamos que venga un dios a salvarnos o a enseñarnos algo original para ser y vivir mejor; no necesitamos nuevas ideologías redentoras o propositivas; no necesitamos a un líder mundial sobresaliente y poderoso. Necesitamos simplemente a humanos que sean realmente capaces de servir a sus congéneres posponiéndose a sí mismos en beneficio de los demás.
Si estamos desbordando de líderes que no cumplen con este ideal, y no existen atisbos de que ellos y el estado de cosas instituidos quieran o puedan cambiar, ¿qué podemos hacer? Será tema para una ulterior discusión bastante más dramática y polémica.