La búsqueda de la felicidad responde a la satisfacción de supuestas necesidades pretendidas por un mundo consumista e injusto. Las pistas para encontrarla están en el camino recorrido, no en su destino.
Las necesidades que cada persona considera esenciales para vivir dependen de muchos factores. El grosor de su billetera, la ubicación de la zona en la que resida, el contenido de su nevera o los datos de su pasaporte son decisivos a la hora de distinguir entre lo superfluo y lo necesario. Necesidades que queremos satisfacer para alcanzar la felicidad. La cuestión está en saber qué es la felicidad y cuáles son los requisitos para alcanzarla.
Es probable que existan para estas preguntas tantas respuestas como personas hay en el mundo. Carmelo Vázquez, catedrático de psicopatología en la Universidad Complutense de Madrid, aventura la suya. «En la receta magistral, a mi juicio, tienen que intervenir tres cosas: los elementos hedónicos o de placer, el desarrollo personal y profesional, y por último, el sentir lo que uno hace», afirma uno de los más destacados profesionales de la psicología positiva en España.
La ecuación no parece en exceso complicada pero la solución sigue enterrada después de miles de años de intentos y aproximaciones fallidas. Tanto es así, que la dificultad de la cuenta estriba en que los elementos que la conforman cambian por completo si hablamos del Norte o del Sur, del pobre o del rico, del dominante o del dominado.
Es difícil establecer comparaciones congruentes cuando, según datos de la ONU, 1.020 millones de personas no disponen de alimentos suficientes para satisfacer sus necesidades nutricionales más básicas. Cifras como éstas deberían ayudarnos a entender que algo no funciona cuando unos pocos saborean las mieles de la abundancia y desdeñan las migajas que para muchos significan la oportunidad de sobrevivir en un mundo mal repartido. El gasto desmesurado de los recursos que se produce en los países desarrollados contrasta con las carencias que sufren los que con su subdesarrollo sustentan la vanidad de los primeros.
Fiel reflejo de esta realidad aparece en uno de los grandes clásicos de la literatura occidental. Oscar Wilde en su única novela, El Retrato de Dorian Gray, incluye numerosas sentencias que, aunque fueron empleadas para la crítica de la sociedad victoriana del Londres decimonónico, hubieran podido referirse a los valores que rigen el mundo posmoderno en él que nos toca vivir. La mayoría de ellas, puestas en boca del personaje Lord Henry Wotton, relatan algunas paradojas que, más de cien años después, siguen vigentes. «Hoy en día la gente conoce el precio de todo y el valor de nada», reza una de las más recordadas en el imaginario colectivo.
En esta misma línea, la popular pirámide de Maslow pone de manifiesto las dificultades del hombre para discernir lo verdaderamente importante de lo que no lo es y por lo tanto para ser feliz. La teoría del psicólogo estadounidense defiende que conforme se satisfacen las necesidades más básicas, los seres humanos desarrollan necesidades y deseos más elevados. Parece ser que la felicidad, o al menos los caminos que conducen a ella, admiten distintos puertos de llegada lo que no hace descabellado pensar que también ofrezcan algunos atajos que hagan menos tortuosa su búsqueda. Pueden aflorar en los lugares menos pensados. Aunque resulte extravagante, la omnipresente crisis puede ser uno de ellos.
No cabe duda de que la capacidad de resistencia de las personas es enorme. Por ello, la crisis puede servir para que muchos reduzcan sus necesidades o, dicho de otro modo, lleven a cabo un ajuste personal y más realista de las mismas. Es lo que el filósofo y teólogo Leonardo Boff desarrolló en un su artículo, titulado No desperdiciar las oportunidades de la crisis. Aseguraba que «ésta puede ser una buena oportunidad, quizás de las últimas, para la invención de un nuevo paradigma» que sustituya al que ha desembocado en la consecuencias que todos conocemos y sufrimos.
Ser feliz es una necesidad inherente al ser humano. «Me cuesta pensar que nuestra predisposición a ello no tenga una utilidad, no sé si un sentido, en la evolución», sugiere el académico Carmelo Vázquez. Por eso, para colmar una posible carencia es necesario saber apreciar los destellos de felicidad que se vislumbran en las pequeñas cosas. Es el camino recorrido, no su destino.
David Rodríguez Seoane
Periodista