En un día cualquiera, circulan por calles y carreteras del mundo más de 800 millones de coches, según el Consejo Mundial de Energía. La cifra supera los 1.000 millones cuando se toman en cuenta camiones, autobuses y otros vehículos terrestres. Algunas proyecciones sitúan en 2.200 millones el número de coches para 2050, cuando la población mundial haya alcanzado los 9.000 millones de habitantes. La mayor parte de los nuevos conductores se situarían en países como China, India, Brasil y México, aunque se trata de una tendencia que no conoce fronteras.
La disminución de emisiones de CO2 por los avances en la tecnología automotriz en los países industrializados contrastará con un aumento en los países emergentes y en los empobrecidos. Al no contar con la misma tecnología para fabricar o con la capacidad para importar coches “limpios”, existe el temor de que, en su carrera hacia el “desarrollo”, los países emergentes se conviertan en vertederos de los coches contaminantes del “mundo desarrollado”.
Más de la mitad de los 7.000 millones de habitantes en el mundo se concentran ya en ciudades, una tendencia que va en aumento. Con ella, las necesidades de transporte para ir al trabajo, al médico, a comprar comida y medicinas, a cortarse el pelo y arreglarse las uñas, a hacer deporte o salir con los amigos. Reducir la dependencia en el coche requiere cambios urbanísticos. Muchas ciudades del mundo han imitado el “modelo americano”, que consiste en agrupar en grandes superficies los servicios y los centros de consumo, trasladados a los extrarradios de las ciudades. Para recorrer estos kilómetros, muchas personas viajan solas en un coche de cinco plazas.
Con otro tipo de planificación, no haría falta recorrer los kilómetros que muchas veces separan la casa del Wal-Mart o del Carrefour para comprar un paquete de pan, un cartón de leche, azúcar, frutas, verduras y productos de primera necesidad. Se pueden organizar pequeños núcleos urbanos, con facilidades para ir y venir en bicicleta o a pie, con locales que ofrezcan esos productos y otros servicios esenciales: peluquerías, farmacias, ferreterías, tintorerías, etc. Algunas cadenas de mercados en España incluso ofrecen servicio a domicilio del que se benefician personas mayores que viven cerca y las personas a las que contratan para llevar esos productos.
La fabricación de coches híbridos y con otros sistemas más eficientes aliviaría algunos síntomas de la dependencia en el petróleo. Pero las causas de nuestra enfermedad están en un modelo de consumo que, aún en tiempos de crisis, nos venden como indispensable para salvar las economías y mantener puestos de trabajo. Se reconoce que el sistema ha fallado, pero se mantiene con respiración artificial a esta bestia que muere matando.
La utilización de coches más “ecológicos” no frenará la necesidad de litio, de aluminio, de plástico, de pieles para interiores, de acero y de otros materiales por toneladas para satisfacer la creciente demanda automovilística en el mundo. Países como China, India y Brasil exigen un supuesto derecho a alcanzar el mismo nivel de desarrollo que Estados Unidos, Japón, Australia y los países europeos, como si éstos hubieran tenido derecho a esquilmar las materias primas de medio planeta en nombre del “desarrollo”.
Sobre el 30% del presupuesto que dedican muchas familias españolas a la compra de coches, decía la periodista Concha Caballero que la inversión se funda menos en la utilidad o en la falta de servicios públicos de transporte que en el convencimiento de que no tener coche nos resta posición social. “La ecuación automóvil-modernidad se ha disuelto para siempre. Hoy el coche no es un complemento de la ciudad sino un estorbo, una amenaza, un peligro para la salud y una antigualla. La mayor parte de los habitantes de Nueva York carecen de vehículo y no lo echan de menos. Para eso están las empresas de alquiler cuando desean viajar en coche por el interior de su país”. Si el coche, los frigoríficos, aires acondicionados y otros aparatos determinaran la posición social y los países emergentes reclamaran la suya de forma proporcional, se vendría abajo el planeta. Esto sin tener en cuenta la desaparición de los bosques si se extendiera la utilización de papel higiénico, un “privilegio” del que aún no goza la mayor parte de la humanidad.
Carlos Miguélez Monroy
Periodista, coordinador del Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS)