La tarde es maravillosa.
Un arcoíris se dibuja a lo lejos. ¿A qué distancia se encontrará? Es bello, maravilloso, infinito.
Me pregunto si, quizá, deberíamos observar la vida, y esos colores, continuamente. De esa manera podríamos relajarnos, un poco, del estrés cotidiano que nosotros mismos generamos.
Mientras observo tan sublime obra de arte de la naturaleza, me doy cuenta de dos interesantes puntos de observación. Uno, como ya viene siendo habitual en mí, la percepción. Esa interesante cualidad de los seres vivos, objetiva, sí. Pero hasta qué punto.
Un perro, por ejemplo, no observa los mismos colores en el espectro de luz que un ser humano; Y mucho menos que un escualo, el cual percibe la luz, únicamente, en blanco y negro.
La luz. Sí, ese interesante fenómeno, al que no había prestado la atención que se merecía, es el segundo punto de observación que hace, de este día, otra obra de arte inconmensurable.
Es curioso pensar que nuestra percepción es la más ideal entre todos los seres de la naturaleza , cuando, a penas, podemos distinguir unos pocos colores del espectro de color que contiene la luz blanca. Pero, claro, es lógico que una especie que se cree con la mayor capacidad intelectual del cosmos llegue a tal conclusión.
Incluso es razonable pensar que tal imagen de nosotros mismos pueda limitarnos a su consecuente percepción.
Imaginemos que se puede ampliar esa percepción. Que se pueden llegar a percibir más colores de los que nos enseñan desde pequeñitos. Imaginemos que un niño, antes de que le empujemos a la caótica percepción que nosotros hemos ideado, es capaz de percibir mucho más que nosotros.
Quién puede negar que el maravilloso ser que todavía no ha sido contaminado con el odio, la envidia y el miedo; Sigue otros patrones muy diferentes a los que más tarde le inculcamos.
Sin ir más lejos, el otro día me pasaron un vídeo en el que un grupo de genios modernos estudiaban las reacciones de los adultos y los niños ante determinadas preguntas que asedian la neurótica sociedad moderna, tales como “¿Qué cambiarías de tu físico?”.
Creo que no hace falta mucha de esa imaginación infantil, capaz de responder cosas como: “Yo me pondría una boca de Dragón” o “Yo una cola de sirena”; para averiguar las respuestas de los adultos.
Lo que realmente me alucina, es que estamos completamente convencidos de que esa percepción que hace de la mitad del mundo un lugar hostil, en el que hermanos matan a hermanos, es la más apropiada. Para mi es muchísimo más acertada la percepción de un niño. Y sí, con toda esa capacidad creativa que queremos cortar, porque, en realidad, nos reflejamos en ellos; Como el agua. E inconscientemente, sí, admitámoslo, les tenemos envidia porque son libres.
Nosotros, en cambio, preferimos limitar nuestra mente a imágenes destructivas que forman bucles en la percepción de la luz: Facturas, envidia en la oficina, competitividad malsana, miedo a aceptarnos como somos… ¡Y educamos a nuestros hijos para que pierdan su libertad y vayan directos a ese abismo!
Seres descabellados, perdimos el sentido del todo.
Ahora observo, sentado en una terraza, un gran olmo a la derecha de mi visión. Una fuente antigua con un León orientado al olmo parece hacerle una reverencia.
De repente una niña de unos tres o cuatro años se acerca a la fuente, y debajo del árbol comienza a volar como una mariposa. De repente el padre viene y la quiere agarrar por el brazo para llevarla a la mesa, pero ella se resiste. Sí, porque es libre. Y, por el contrario, induce al padre a que vuele con ella.
El padre, ante la impotencia que le imprime su limitada perspectiva, se sienta en un banco a observarla. Ella sigue volando y, de vez en cuando, va hacia su padre; El de la cara gris. Pero cada vez que ella se acerca, en uno de sus vuelos, la sonrisa del padre aumenta.
De repente el padre se levanta, y observándose a sí mismo como es, decide volar con su hija.
Una vez que los dos han volado libres, la bella niña coge la mano de su padre.
Sin lugar a dudas, la tarde es maravillosa.