Cada día arden o se talan miles de hectáreas de bosques en alguna parte del mundo para satisfacer la codicia, el odio, o quién sabe qué deseos de alguien. Y cuando perdemos a los viejos y hermosos árboles, junto al dolor que nos produce ver sus esqueletos calcinados, las casas destruidas, las cosechas arruinadas, y los paisajes muertos y tras valorar la catástrofe para las gentes directamente afectadas por esa tragedia no podemos dejar de pensar también en los animales que vivían allí, desconcertados en su dolorosa huida ,atrapados con sus crías y calcinados por el fuego criminal, o simplemente desterrados de su hábitat natural hacia un destino más que incierto. Y por lo que respecta al fuego, casi todos son provocados por la mano del hombre, el terrorista planetario por excelencia, y en un incendio siempre es un hombre concreto que sirve a alguien; o se trata de un resentido, de un psicópata o de alguno que espera sacar provecho personal del incendio, desde un ganadero a un constructor. No hay muchas opciones, aunque todas apuntan a lo mismo: ambición, locura y egoísmo criminales.
En sentido figurado, puede decirse que existen muchos incendiarios de todo tipo en nuestra amada Tierra, hasta tal punto que cualquier persona medianamente informada se encuentra hoy un tanto desconcertada ante tantas malas noticias que diariamente se le sirven con las comidas. Muchas de ellas tienen su origen en pensamientos incendiarios, en fogosos discursos, en ardientes proclamas que enardecen a las multitudes y las conducen al fuego de la guerra, al coche-bomba o al suicidio con explosivos. Emparentado con el fuego, se nos ha venido encima igualmente este cambio climático provocado igualmente por la mano del hombre y por individuos y organizaciones semejantes a los denunciados cuyas consecuencias tan solo empezamos a notar con las altas temperaturas, los deshielos polares acelerados, los trastornos estacionales, la falta o el exceso de lluvias, el aumento del movimiento de las placas tectónicas con sus terremotos correspondientes y otros dramáticos efectos secundarios como los movimientos migratorios por hambre y guerras que amenazan desestructurar aún más a todos los niveles (convivenciales, económicos, políticos, etc) un mundo de por sí mal estructurado.
En parecidos términos tendríamos que hablar de nuestra amenazada salud debido a tanto desequilibrio ecológico – que al final ataca y deteriora nuestro propio sistema inmunológico – haciéndonos terreno fértil a enfermedades de todo tipo, al igual que se deteriora cada vez más la salud del mundo animal y vegetal.
Igualmente podríamos dirigir nuestra atención a los problemas derivados de la falta de alimentos en la mayor parte del mundo, mientras una minoría los derrocha en otros lugares.
Todo esto enmarca un feo panorama.
Tenemos que empezar a pensar que las medicinas tendrán cada vez menor poder de curación, y aparecerán nuevas enfermedades y rebrotan otras que parecieron superadas, como ya se nos está advirtiendo por boca de los medios de comunicación, aunque hace mucho que todo esto se sabe a través de las profecías de algunos clarividentes espirituales.
Cualquier persona medianamente informada, aunque no crea en los profetas pero sí en la prensa, se siente inquieta ante estos fenómenos que tendrá que vivir tal vez en primera persona, o sus hijos o nietos y que apuntan – y no es catastrofismo, sino constatación de los datos científicos y someras lecturas de hemeroteca – al fin de nuestra civilización materialista. Así, pues, parece que todos tendremos que preguntarnos tres cosas al menos: ¿cómo hemos podido consentir colectivamente llegar a este punto? … ¿Cuál es la parte de responsabilidad de cada uno en este inmenso fiasco? Y finalmente ¿qué se puede cambiar personalmente y cómo actuar desde ese cambio?
Al final cada uno tiene que hacerse cargo de su vida, reconocer sus personales errores y preocuparse de su entorno y del bien de los más próximos, esté donde esté, pues quien desprecia a uno solo de sus semejantes desprecia a Dios, nos dice el propio Cristo.
Algo determinante en el proceso de nuestra involución colectiva es que nos hemos dejado engañar durante demasiado tiempo; nos hemos autoengañado o hemos confiado demasiado en quienes con grandes medios actúan a espaldas de los valores espirituales o directamente contra ellos, a quienes tal vez admiramos alguna vez por sus apariencias. Todo eso fue un error.
Mensajes procedentes de ámbitos del ateísmo militante, del fanatismo racionalista o de los dogmáticos religiosos igualmente fanáticos, como las Iglesias, nos inducen a diario a pensar que podrían mejorar nuestras vidas, arreglar nuestros problemas colectivos. ¿Con qué nivel de conciencia y quiénes estárían despuestos a cambiar esta civilización por otra cambiando él mismo para hacerla posible? ¿ O debe dejar esta tarea a sus nietos? Por desgracia en la gran mayoría de casos nos encontramos ante inductores irresponsables que crean problemas globalmente con nuestra ayuda local. Irresponsables, ignorantes de las verdades esenciales, pero conocedores de los beneficios que proporcionan el dinero, el prestigio y el reconocimiento social.
Del modo descrito nos hemos dejado arrastrar por burdas enseñanzas religiosas, como las de las Iglesias, o hemos creído en falsos representantes del pueblo, o en salvapatrias vestidos de uniforme. De una u otra manera, la mayoría abandonamos nuestras responsabilidades para convertirnos en espectadores-consentidores-víctimas del diario desastre general, y en suministradores activos de energía a algunos de estos pirómanos de la civilización a los que rendimos nuestra voluntad en forma de apoyo económico, admiración, o prestamos nuestra atención incondicional y dejamos dirigir el navío de nuestros destinos, creyendo muchos ingenuamente que eran bomberos en lugar de pirómanos.
Por ejemplo, les votamos; y con nuestro voto damos carácter legal a instituciones y personas que actúan contra la legitimidad espiritual: las leyes naturales y las leyes de Dios. Con nuestro voto incondicional durante cuatro o más años perpetúan la injusticia social; permiten y /o practican la guerra; permiten fabricar y vender armas; participan, silencian o son cómplices, en fín, de crímenes contra la humanidad y contra la vida. Las contracumbres mundiales correspondientes a cada “cumbre” de los “hombre G” han mostrado la falta total de control de los gobiernos sobre las industrias y todo tipo de actividades que contaminan el agua, la atmósfera y la Tierra entera. Han mostrado con sobrados datos que estamos ante verdaderos incendiarios. Mucho más sencillo resulta organizar ejércitos, que arrasan países bajo excusas tan hipócritas, como la defensa de la paz mundial, o local, pues pertenece a la propia naturaleza de un ejército el estar dispuesto a matar, tanto como su no neutralidad de clase, término este precisamente neutralizado por el Sistema, que ha olvidado también el “No matarás” del Quinto Mandamiento, y ha inventado una letra pequeña para justificar crímenes: penas de muerte a civiles, golpes militares sangrientos, genocidios calculados…Todo esto es frecuente y diario, como es el caso de las guerras, y siempre existe una excusa inventada para no respetar la ley de Dios ni las leyes humanitarias de quien posee una conciencia superior a la de un guijarro.
Con los impuestos, cuya distribución tan lejos está de ser controlada por los pueblos para vivir dignamente, se mantiene, entre otras organizaciones uniformadas, una casta sacerdotal regida por una gerontocracia principesca de corte faraónico, como si todo eso fuese normal. Existe con respecto a las decisiones del Poder, laico o religioso, un gran consenso de conformidad. Afortunadamente existen esos jóvenes –y menos jóvenes- que se manifiestan contra la matanza de focas o ballenas, los vertidos en el mar, la pesca de arrastre, las injusticias laborales y sociales que se resuelven con policías, la dificultad de encontrar empleo y vivienda, los asesinatos, torturas y detenciones ilegales, la defensa del derecho a vivir de los animales, y un largo etc, y muchos son también los que protestan contra las guerras. Muchos son también los que denuncian las reuniones de los representantes del capitalismo mundial, jugándose la vida a veces para mostrarnos en sus carteles la injusticia global de los globalizadores del neoliberalismo, los incendiarios del mundo.
Para cualquier persona razonable, los que protestan por nosotros serían parte visible de la conciencia crítica de la humanidad, casi unos héroes por el contexto hostil en que se manifiestan, pues eso de la libertad de expresión es indigesto para el Sistema. Por tanto, los medios de in-comunicación los ignora si puede, y – cuando le conviene al amo- aparecen ante la opinión con un halo de violentos o irresponsables, sucios, insolentes, extremistas y destructores. O sea: como incendiarios sociales, cuando lo único que hacen es algo hermoso: no incendiar conciencias, (porque suelen ser exigentes pacíficos), pero sí iluminarlas con otra luz. Por ello son detenidos por los secuaces de los incendiarios, multados o silenciados, cuando no directamente asesinados como ha llegado a suceder.
La conciencia crítica de la humanidad no interesa a los poderosos, ya sean laicos o religiosos. Todos se atrincheran tras muros de policías, de guardias de corps o muros de palacios y alambres cuando se les dice la verdad.
Aunque extraña que en las manifestaciones públicas no se reclame nada a la Iglesia, porque tal vez se le considera con alguna bondad, si alguien duda diríjase a la oficina de prensa del Vaticano y pregunte por qué no se condena a diario, tampoco allí, la guerra, el hambre o la inmigración forzada de los pobres; por qué no se reparte entre ellos el enorme capital de la Iglesia , que participa del derroche de los ricos y de las enormes injusticias sociales mientras sí se recibe a diario con incienso y honras a los artífices de esas barbaridades: sus colegas pirómanos.