“El cínico, parásito de la civilización, vive de negarla, por lo mismo que está convencido de que no faltará”, lúcidas palabras de Ortega y Gasset en su magna obra La rebelión de las masas.
¿Acaso no podrían aplicarse hoy a esos que se autoproclaman indignados? Solemne estupidez –por otra parte, delatora- la que acontece cuando afirman ser -que no estar- indignados. Algo tan absurdo y ridículo como lo sería decir que se “es” dormido o que se “es” cansado.
No obstante, boberías traicioneras al margen, el objetivo de este brevísimo texto no es otro que el de desenmascarar al farsante. Y es que es eso lo que resulta ser el indignado de la Puerta del Sol: un farsante y un cínico. En definitiva, un niño mimado, otro concepto manejado por Ortega para explicar los distintos caracteres del hombre-masa. Un niño que alborota, grita, patalea… Todo por llamar la atención, pues en el fondo se sabe inmune, protegido por aquella misma institución a la que ataca.
“¿Qué haría el cínico en un pueblo salvaje donde todos, naturalmente y en serio, hacen lo que él, en farsa, considera como su papel personal?”, se pregunta el filósofo al respecto. Pues huiría despavorido porque no está indignado -¿lo recuerdan?, él lo “es”, o sea, se pone la pegatina, nada más-. Quien está indignado no sale a la calle, sonrisa en boca, a mover las manitas y a corear consignas más o menos pegadizas. El que de verdad lo está, si se decide a pisar asfalto, lo hará con el morro torcido, dejando los timbales y las piruetas para mejor ocasión. Y si además de indignado está desesperado, se echará a la calle con un cuchillo entre los dientes, dispuesto a desvalijar la primera sucursal bancaria que se le cruce en el camino o a quemar cuantos edificios de la Administración Pública se le pongan a tiro.
Por eso afirmo que lo del chico del 15-M es pura pose, fuego de artificio, burda impostura. Astracanada de un niño mimado por ese mismo sistema que tanto dice detestar.