El pueblo kurdo ha convertido la ‘maldición de los hidrocarburos’ en una situación de bonanza económica y de prestigio político internacional mediante la resistencia a intervenciones extranjeras y paciencia.
Recuerdo que por los años 70 del siglo pasado, cuando los nacionalistas kurdos iniciaron su campaña de sensibilización de la opinión pública internacional haciendo hincapié en su «hecho diferencial», un intelectual musulmán resumió la ofensiva mediática de los jefes de tribu con el lacónico comentario: «¡Pobres kurdos! Un pueblo desgraciado que vive encima de un océano de petróleo…».
Estas palabras reflejan las dificultades de unas tribus afincadas en los confines del cuadrilátero compuesto por Turquía, Irak, Irán y Siria, una de las regiones más ricas de Asia menor. Perseguidos por turno por la casi totalidad de los Gobiernos de las naciones antes mencionadas, los kurdos no sólo tuvieron que armarse de paciencia para defender su causa, sino también suscribir una ideología para poder afrontar la persecución política y las campañas de limpieza étnica llevada a cabo por Teherán y Bagdad, Ankara y Damasco.
Mientras los señores de la guerra iraquíes se decantaron por el apoyo de Occidente (el clan de los Barzani, del que procede el actual primer ministro iraquí, jugó a fondo la carta estadounidense), sus parientes del Kurdistán turco optaron por la ayuda de Moscú. De hecho, el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), recibió durante décadas apoyo logístico de los servicios de inteligencia de Alemania oriental. Los problemas empezaron a complicarse tras la caída del muro de Berlín y la reunificación de Alemania, para convertirse en realmente críticos tras la desaparición de la URSS. Perseguidos por el ejército turco, los guerrilleros del PKK hallaron refugio en el Kurdistán iraquí. Mas la «isla de paz» de la llamada provincia septentrional dejó de ser un refugio seguro tras la invasión de Irak y, sobre todo, tras el nombramiento del líder kurdo Massud Barzani en el cargo de Presidente del «Estado democrático» diseñado por politólogos afines a George W. Bush.
Hay quien opina que el único aspecto positivo de la presencia militar estadounidense en Irak estriba en el reconocimiento de la identidad nacional de los kurdos. Por otra parte, conviene señalar que el actual estado de cosas modifica las reglas del juego en la zona. La plana mayor del ejército turco, partidaria de la intervención militar sistemática en el Kurdistán iraquí, ha modificado recientemente su estrategia. El propio Jefe del Estado Mayor de Ankara, general Ilker Basbug, optó por emplear un discurso mucho más conciliador para con los pobladores del Norte de Irak (las autoridades turcas se niegan a utilizar la expresión «Kurdistán iraquí»), tratando de disociar a la mayoría de los kurdos de los «militantes del PKK». Ello constituye un paso adelante hacia la normalización de las relaciones entre el establishment de Ankara y la étnia demonizada durante más de tres décadas.
Pero hay más; las relaciones entre las comunidades kurdas de los dos lados de la frontera experimentan actualmente un espectacular desarrollo. A las 1.200 empresas establecidas por hombres de negocios turcos en el Kurdistán iraquí, se suma la presencia de alrededor de 50.000 ciudadanos del país otomano que trabajan en la zona. Los turcos parecen dispuestos a aprovechar el boom económico de esta región fronteriza, donde la construcción inmobiliaria está en plano auge, al igual que la ampliación del comercio de bienes de consumo. Todo ello, merced a la bonanza derivada de la industria petrolífera.
Según el informe anual de la Cámara de Comercio de Diyarbakir, localidad turca que cuenta con una mayoría étnica de origen kurdo, los intercambios comerciales entre los dos países registraron, en 2008, un incremento del orden del 37,5 por ciento en comparación con el año anterior, ascendiendo a unos 7.500 millones de dólares.
Si a eso se añade un (aún discreto) intercambio de diplomáticos de alto nivel, es fácil comprender que la aventura bélica de Bush sirvió para mejorar sensiblemente las relaciones bilaterales entre Irak y Turquía.
Fuera del ámbito meramente local, cabe destacar la presencia en el Kurdistán iraquí de universidades norteamericanas y libanesas, representaciones de grandes empresas israelíes y alemanas o de grupos franceses y españoles dedicados al sector alimentario. Los habitantes del Kurdistán iraquí empiezan a disfrutar las ventajas de este extraño estado de «ni paz ni guerra», que les permite afirmarse como avanzadilla de la aún difícil pacificación de Irak. La maldición de vivir encima de un océano de petróleo se ha convertido en su baza.
Adrián Mac Liman
Analista político internacional